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Con ocasión de la muerte de Jean Calas (1763)
CAPÍTULO PRIMERO
Historia resumida de la muerte de Jean Calas
El asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la
espada de la justicia, el 9 de marzo de 1762, es uno de los
acontecimientos más singulares que merecen la atención de nuestra época y
de la posteridad. Se olvida con facilidad aquella multitud de muertos
que perecieron en batallas sin cuento, no sólo porque es fatalidad
inevitable de la guerra, sino porque los que mueren por la suerte de las
armas podían también dar muerte a sus enemigos y no caían sin
defenderse. Allí donde el peligro y la ventaja son iguales, cesa el
asombro e incluso la misma compasión se debilita; pero si un padre de
familia inocente es puesto en manos del error, o de la pasión, o del
fanatismo; si el acusado no tiene más defensa que su virtud; si los
árbitros de su vida no corren otro riesgo al degollarlo que el de
equivocarse; si pueden matar impunemente con una sentencia, entonces se
levanta el clamor público, cada uno teme por sí mismo, se ve que nadie
tiene seguridad de su vida ante un tribunal creado para velar por la
vida de los ciudadanos y todas las voces se unen para pedir venganza.
Se trataba, en este extraño caso, de religión, de suicidio, de
parricidio; se trataba de saber si un padre y una madre habían
estrangulado a su hijo para agradar a Dios, si un hermano había
estrangulado a su hermano, si un amigo había estrangulado a su amigo, y
si los jueces tenían que reprocharse haber hecho morir por el suplicio
de la rueda a un padre inocente, o haber perdonado a una madre, a un
hermano, o a un amigo culpables.
Jean Calas, de sesenta y ocho años de edad, ejercía la profesión de
comerciante en Toulouse desde hacía más de cuarenta años y era
considerado por todos los que vivieron con él como un buen padre. Era
protestante, lo mismo que su mujer y todos sus hijos, excepto uno, que
había abjurado de la herejía y al que el padre pasaba una pequeña
pensión. Parecía tan alejado de ese absurdo fanatismo que rompe con
todos los lazos de la sociedad, que había aprobado la conversión de su
hijo Louis Calas y tenía además desde hacía treinta años en su casa una
sirviente católica ferviente que había criado a todos sus hijos.
Uno de los hijos de Jean Calas, llamado Marc-Antoine, era hombre de
letras: estaba considerado como espíritu inquieto, sombrío y violento.
Dicho joven, al no poder triunfar ni entrar en el negocio, para lo que
no estaba dotado, ni obtener el título de abogado, porque se necesitaban
certificados de catolicidad que no pudo conseguir, decidió poner fin a
su vida y dejó entender que tenía este propósito a uno de sus amigos; se
confirmó en esta resolución por la lectura de todo lo que se ha escrito
en el mundo sobre el suicidio.
Finalmente, un día en que había perdido su dinero al juego, lo
escogió para realizar su propósito. Un amigo de su familia y también
suyo, llamado Lavaisse, joven de diecinueve años, conocido por el candor
y la dulzura de sus costumbres, hijo de un abogado célebre de Toulouse,
había llegado de Burdeos la víspera [el 12 de octubre de 1761j: cenó
por casualidad en casa de los Calas. El padre, la madre, Marc-Antoine su
hijo mayor, Pierre, el segundo, comieron juntos. Después de la cena se
retiraron a una pequeña sala: Marc-Antoine desapareció; finalmente,
cuando el joven Lavaisse quiso marcharse, bajaron Pierre Calas y él y
encontraron abajo, junto al almacén, a Marc-Antoine en camisa, colgado
de una puerta, y su traje plegado sobre el mostrador; la camisa no
estaba arrugada; tenía el pelo bien peinado; no tenía en el cuerpo
ninguna herida, ninguna magulladura.
Pasamos aquí por alto todos los detalles de que los abogados han
dado cuenta: no describiremos el dolor y la desesperación del padre y la
madre: sus gritos fueron oídos por los vecinos. Lavaisse y Pierre
Calas, fuera de sí, corrieron en busca de los cirujanos y la justicia.
Mientras cumplían con este deber, mientras el padre y la madre
sollozaban y derramaban lágrimas, el pueblo de Toulouse se agolpó ante
la casa. Este pueblo es supersticioso y violento; considera como
monstruos a sus hermanos si no son de su misma religión. Fue en Toulouse
donde se dieron gracias solemnemente a Dios por la muerte de Enrique
III[RC1] y donde se hizo el juramento de degollar al primero que hablase
de reconocer al gran, al buen Enrique IV[RC2] . Esta ciudad celebra
todavía todos los años, con una procesión y fuegos artificiales, el día
en que dio muerte a cuatro mil ciudadanos heréticos, hace dos siglos. En
vano seis disposiciones del consejo han prohibido esta odiosa fiesta,
los tolosanos la han celebrado siempre, lo mismo que los juegos
florales.
Algún fanático de entre el populacho gritó que Jean Calas había
ahorcado a su propio hijo Marc-Antoine. Este grito, repetido, se hizo
unánime en un momento; otros añadieron que el muerto debía abjurar al
día siguiente; que su familia y el joven Lavaisse le habían estrangulado
por odio a la religión católica: un momento después ya nadie dudó de
ello; toda la ciudad estuvo persuadida de que es un punto de religión
entre los protestantes el que un padre y una madre deban asesinar a su
hijo en cuanto éste quiera convertirse.
Una vez caldeados los ánimos, ya no se contuvieron. Se imaginó que
los protestantes del Languedoc se habían reunido la víspera; que habían
escogido, por mayoría de votos, un verdugo de la secta; que la elección
había recaído sobre el joven Lavaisse; que este joven, en veinticuatro
horas, había recibido la noticia de su elección y había llegado de
Burdeos para ayudar a Jean Calas, a su mujer y a su hijo Pierre, a
estrangular a un amigo, a un hijo, a un hermano.
El señor David, magistrado de Toulouse, excitado por estos rumores y
queriendo hacerse valer por la rapidez de la ejecución, empleó un
procedimiento contrario a las reglas y ordenanzas. La familia Calas, la
sirviente católica, Lavaisse, fueron encarcelados.
Se publicó un monitorio no menos vicioso que el procedimiento. Se
llegó más lejos: Marc-Antoine Calas había muerto calvinista y, si había
atentado contra su propia vida, debía ser arrastrado por el lodo; fue
inhumado con la mayor pompa en la iglesia de San Esteban, a pesar del
cura, que protestaba contra esta profanación.
Hay en el Languedoc[RC3] cuatro cofradías de penitentes, la blanca,
la azul, la gris y la negra. Los cofrades llevan un largo capuchón con
un antifaz de paño con dos agujeros para poder ver: quisieron obligar al
señor duque de Fitz-James, comandante de la provincia, a entrar en su
cofradía, pero él se negó. Los cofrades blancos hicieron a Marc-Antoine
Calas un funeral solemne, como a un mártir. Jamás Iglesia alguna celebró
la fiesta de un mártir verdadero con más pompa; pero aquella pompa fue
terrible. Se había colgado sobre un magnífico catafalco un esqueleto al
que se imprimía movimiento y que representaba a Marc-Antoine Calas
llevando en una mano una palma y en la otra la pluma con que debía
firmar la abjuración de la herejía y que escribía, en realidad, la
sentencia de muerte de su padre.
Entonces ya no le faltó al desgraciado que había atentado contra su
vida más que la canonización: todo el pueblo lo miraba como un santo;
algunos le invocaban, otros iban a rezar sobre su tumba, otros le pedían
milagros, otros contaban los que había hecho. Un fraile le arrancó
algunos dientes para tener reliquias duraderas. Una beata, algo sorda,
dijo que había oído un repicar de campanas. Un cura apoplético fue
curado después de haber tomado un emético. Se levantó acta de aquellos
prodigios. El que escribe este relato posee una atestación de que un
joven de Toulouse se volvió loco después de haber rezado varias noches
sobre la tumba del nuevo santo sin obtener el milagro que imploraba.
Algunos magistrados eran de la cofradía de los penitentes blancos.
Esta circunstancia hacía inevitable la muerte de Jean Calas.
Lo que sobre todo preparó su suplicio fue la proximidad de esa
fiesta que los tolosanos celebran todos los años en conmemoración de una
matanza de cuatro mil hugonotes[RC4] ; el año 1762 era el año
centenario. Se levantaba en la ciudad el tinglado para esta solemnidad;
aquello inflamaba más aún la imaginación ya caldeada del pueblo; se
decía públicamente que el patíbulo en que Jean Calas sufriría el
suplicio de la rueda constituiría el mayor ornato de la fiesta; se decía
que la Providencia traía ella misma aquellas víctimas para ser
sacrificadas a nuestra santa religión. Veinte personas han oído este
discurso y otros aún más violentos. ¡Y esto en nuestros días! ¡Y en una
época en que la filosofía ha hecho tantos progresos! ¡Y en un momento en
que cien academias escriben para inspirar mansedumbre en las
costumbres! Parece que el fanatismo, indignado desde hace poco por los
éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia.
Trece jueces se reunieron diariamente para sustanciar el proceso. No
se tenía, no se podía tener prueba alguna contra la familia; pero la
religión engañada hacía veces de prueba. Seis jueces persistieron mucho
tiempo en condenar a Jean Calas, a su hijo y a Lavaisse al suplicio de
la rueda, y a la mujer de Jean Calas a la hoguera. Otros siete más
moderados querían que por lo menos se reflexionase. Uno de los jueces,
convencido de la inocencia de los acusados y de la imposibilidad del
crimen, habló vivamente en su favor; opuso el celo del humanitarismo al
celo de la severidad; se convirtió en el abogado público de los Calas en
todos los hogares de Toulouse, donde los gritos continuos de la
religión equivocada reclamaban la sangre de aquellos desgraciados. Otro
juez, conocido por su violencia, hablaba en la ciudad con tanto arrebato
contra los Calas como el primero mostraba entusiasmo en defenderlos.
Finalmente el escándalo fue tan fuerte que uno y otro tuvieron que
declararse incompetentes; se retiraron al campo.
Pero por una extraña desgracia, el juez favorable a los Calas tuvo
la delicadeza de persistir en su recusación, mientras que el otro
regresó a la ciudad para dar su voto contra aquellos que debía juzgar;
fue este voto el que decidió la condena al suplicio de la rueda, ya que
sólo hubo ocho votos contra cinco, después de que uno de los seis jueces
opuestos a la sentencia se pasó finalmente, tras muchas discusiones, al
partido más implacable.
Parece que, cuando se trata de un parricidio y de condenar a un
padre de familia al más espantoso suplicio, el juicio debería ser
unánime, porque las pruebas de un crimen tan inaudito deberían ser una
evidencia perceptible para todo el mundo: la menor duda en un caso
semejante debe bastar para hacer temblar la mano de un juez que se
dispone a firmar una sentencia de muerte. La debilidad de nuestra razón y
la insuficiencia de nuestras leyes se dejan notar todos los días, pero,
¿en qué ocasión se descubre mejor su defectuosidad que cuando la
preponderancia de un solo voto hace morir en el suplicio de la rueda a
un ciudadano? En Atenas se necesitaba una mayoría de cincuenta votos
para osar dictar una sentencia de muerte. ¿Qué se deduce de esto? Que
sabemos, muy inútilmente, que los griegos eran más sensatos y más
humanos que nosotros.
Parecía imposible que Jean Calas, anciano de sesenta y ocho años,
que tenía desde hacía tiempo las piernas hinchadas y débiles, hubiese
estrangulado y ahorcado él solo a un hijo de veintiocho años, de una
fuerza superior a la corriente; era absolutamente preciso que hubiese
sido ayudado en esta ejecución por su mujer, por su hijo Pierre Calas,
por Lavaisse y por la criada. No se habían separado un solo momento la
noche de aquella fatal aventura. Pero esta suposición era también tan
absurda como la otra: porque, ¿cómo una sirviente que era fervorosa
católica habría podido tolerar que unos hugonotes asesinasen a un joven
criado por ella para castigarle de amar la religión de aquella misma
sirviente? ¿Cómo Lavaisse habría venido expresamente de Burdeos para
estrangular a su amigo, de quien ignoraba la pretendida conversión?
¿Cómo una madre amante habría puesto las manos sobre su hijo? ¿Cómo
todos juntos habrían podido estrangular a un joven tan robusto como
todos ellos, sin un combate largo y violento, sin gritos espantosos que
habrían alertado a toda la vecindad, sin golpes repetidos, sin
magulladuras, sin ropas desgarradas?
Era evidente que, si se había podido cometer el parricidio, todos
los acusados eran igualmente culpables, porque no se habían separado ni
un momento; era evidente que no lo eran; era evidente que el padre solo
no podía serlo; y, sin embargo, la sentencia condenó sólo a este padre a
expirar en la rueda.
El motivo de la sentencia era tan inconcebible como todo lo demás.
Los jueces que estaban decididos a condenar al suplicio a Jean Calas
persuadieron a los otros de que aquel débil anciano no podría resistir
el tormento y que, bajo los golpes de sus verdugos, confesaría su crimen
y el de sus cómplices. Quedaron confundidos cuando aquel anciano, al
morir en la rueda, tomó a Dios por testigo de su inocencia y le conjuró a
que perdonase a sus jueces.
Se vieron obligados a dictar una segunda sentencia, que se
contradecía con la primera, poniendo en libertad a la madre, a su hijo
Pierre, al joven Lavaisse y a la criada; pero al hacerles notar uno de
los consejeros que aquella sentencia desmentía a la otra, que se
condenaban ellos mismos, que habiendo estado siempre juntos todos los
acusados en el momento en que se suponía haberse cometido el parricidio,
la liberación de todos los sobrevivientes demostraba indefectiblemente
la inocencia del padre de familia ejecutado, tomaron entonces el partido
de desterrar a Pierre Calas, su hijo. Este destierro parecía tan
inconsecuente, tan absurdo como todo lo demás: porque Pierre Calas era
culpable o inocente del parricidio; si era culpable había que condenarle
a la rueda, como a su padre; si era inocente, no debía ser desterrado.
Pero los jueces, asustados del suplicio del padre y de la enternecedora
piedad con que había muerto, pensaron salvar su honor haciendo creer que
concedían la gracia al hijo, como si el perdonarle no hubiese sido una
nueva prevaricación; y creyeron que el destierro de aquel joven, pobre y
sin apoyo, al carecer de consecuencias, no era una gran injusticia,
después de la que habían tenido la desgracia de cometer.
Se empezó por amenazar a Pierre Calas, en su celda, con tratarle
como a su padre si no abjuraba de su religión. Esto es lo que atestigua
este joven bajo juramento.
Pierre Calas, al salir de la ciudad, encontró a un cura dedicado a
hacer conversiones que le hizo volver a Toulouse; fue encerrado en un
convento de dominicos y allí se le obligó a practicar todos los ritos
del catolicismo: era en parte lo que se quería, era el precio de la
sangre de su padre; y la religión, a la que se había creído vengar,
parecía satisfecha.
Le fueron quitadas las hijas a la madre, encerrándolas en un
convento. Esta mujer, casi regada por la sangre de su marido, que había
tenido a su hijo mayor muerto entre los brazos, viendo al otro
desterrado, privada de sus hijas, despojada de todos sus bienes, se
encontraba sola en el mundo, sin pan, sin esperanza, muriendo de los
excesos de su desgracia. Algunas personas, después de un meditado examen
de todas las circunstancias de aquella horrible aventura, quedaron tan
impresionados que presionaron a la viuda Calas, retirada en su soledad,
para que osase acudir en demanda de justicia a los pies del trono. En
aquellos momentos aquella mujer no podía tenerse en pie, se extinguía; y
además, habiendo nacido inglesa, trasplantada a una provincia de
Francia desde su juventud, el mero nombre de la ciudad de París le
espantaba. Imaginaba que la capital del reino debía ser aún más bárbara
que la del Languedoc. Finalmente, el deber de vengar la memoria de su
marido pudo más que su debilidad. Llegó a París a punto de expirar.
Quedó asombrada al verse acogida, al encontrar socorros y lágrimas.
En París la razón puede más que el fanatismo, por grande que éste
pueda ser, mientras que en provincias el fanatismo domina siempre a la
razón.
El señor de Beaumont, célebre abogado del parlamento de París, tomó
primero su defensa y redactó una consulta que fue firmada por quince
abogados. El señor Loiseau, no menos elocuente, compuso un memorial en
favor de la familia. El señor Mariette, abogado del tribunal, escribió
un recurso jurídico que llevó la convicción a todas las mentes.
Estos tres generosos defensores de las leyes y la inocencia
renunciaron en favor de la viuda al beneficio de las ediciones de sus
alegatos. París y Europa entera se conmovieron y pidieron justicia
juntamente con aquella mujer infortunada. La sentencia fue pronunciada
por todo el público mucho antes de que pudiera ser dictada por el
tribunal.
La compasión penetró hasta el ministerio, a pesar del ininterrumpido
torrente de los negocios, que a menudo excluye la piedad y, a pesar de
la costumbre de ver desgraciados, que puede endurecer aún más el
corazón. Las hijas fueron devueltas a la madre. Se vio a las tres,
cubiertas de crespón y bañadas en lágrimas, haciéndolas verter a sus
jueces.
Pero esta familia tuvo todavía algunos enemigos, porque se trataba
de religión. Varias personas, que llaman en Francia devotas[RC5] ,
dijeron con altivez que era preferible someter al tormento de la rueda a
un viejo calvinista inocente que exponer a ocho consejeros del
Languedoc a reconocer que se habían equivocado: se utilizó incluso esta
expresión: «Hay más magistrados que Calas»; y se infería de esto que la
familia Calas debía ser inmolada en honor a la magistratura. No se
pensaba que el honor de los jueces consiste, como el de los demás
hombres, en reparar sus faltas. No se cree en Francia que el papa,
asistido de sus cardenales, sea infalible: se podría creer igualmente
que ocho jueces de Toulouse tampoco lo son. Todo el resto de la gente
sensata y desinteresada decía que la sentencia de Toulouse sería anulada
en toda Europa aunque consideraciones particulares impedirían la
casación en el tribunal.
Éste era el estado de esta asombrosa aventura, cuando ha hecho nacer
en la mente de personas imparciales, pero sensibles, el designio de
presentar al público algunas reflexiones sobre la tolerancia, sobre la
indulgencia, sobre la conmiseración, que el padre Hauteville llama dogma
monstruoso, en su declamación ampulosa y errónea sobre estos hechos, y
que la razón llama atributo de la naturaleza.
O bien los jueces de Toulouse, arrastrados por el fanatismo del
populacho, han hecho morir en la rueda a un padre de familia inocente,
lo que es algo sin ejemplo; o bien este padre de familia y su mujer han
estrangulado a su hijo mayor, ayudados en este parricidio por otro hijo y
un amigo, cosa que no existe en la naturaleza. En uno u otro caso, el
abuso de la religión más santa ha producido un gran crimen. Interesa por
lo tanto a la humanidad examinar si la religión debe ser caritativa o
bárbara.
CAPÍTULO II
Consecuencias del suplicio de Jean Calas
Si los penitentes blancos fueron la causa del
suplicio de un inocente, de la ruina de una familia, de su dispersión y
del oprobio que sólo debería recaer sobre la injusticia, pero que recae
sobre el suplicio; si esta precipitación de los penitentes blancos en
festejar como a un santo a aquel que hubiera debido ser arrastrado por
el fango, según nuestras bárbaras costumbres, ha hecho morir en la rueda
a un padre de familia virtuoso; esta desgracia debe indudablemente
convertirlos en penitentes para el resto de sus vidas; ellos y los
jueces deben llorar, pero no revestidos de un largo hábito blanco y con
un antifaz en la cara que ocultaría sus lágrimas.
Todas las cofradías merecen respeto: son edificantes; pero por muy
grande que sea el bien que hagan al Estado, ¿iguala a ese mal que han
causado? Parecían instituidas por el celo que anima en el Languedoc a
los católicos contra aquellos a los que llamamos hugonotes[RC6] . Se
diría que hemos hecho voto de odiar a nuestros hermanos, ya que no somos
capaces de amar y socorrer. ¿Y qué sucedería si estas cofradías
estuviesen regidas por entusiastas, como lo han sido en otros tiempos
algunas congregaciones de artesanos y consejeros del parlamento, entre
los cuales se reducía a arte y sistema la costumbre de tener visiones,
como dice uno de nuestros más elocuentes y sabios magistrados? ¿Qué
sería si se estableciesen en las cofradías aquellas cámaras oscuras
llamadas cámaras de meditación, en las que se hacía pintar diablos
provistos de cuernos y garras, mares de llamas, cruces y puñales, con
el santo nombre de Jesús sobre todo ello? ¡Qué espectáculo para unos
ojos ya fascinados y para unas imaginaciones tan inflamadas y sometidas a
sus directores!
Ha habido épocas, de sobra se sabe, en que las cofradías han sido
peligrosas. Los «hermanitos», los flagelantes, han originado
disturbios. La Liga[RC7] empezó por esas asociaciones. ¿Por qué
distinguirse así de los demás ciudadanos? ¿Se consideraban más
perfectos? Eso mismo constituye un insulto al resto de la nación. ¿Se
pretendía que todos los cristianos entrasen en la cofradía? ¡Qué hermoso
espectáculo ofrecería toda Europa con capuchón y antifaz con dos
pequeños agujeros redondos ante los ojos! ¿Se cree de buena fe que Dios
prefiere este indumento a una chupa? Aún hay más: este hábito es un
uniforme de controversistas que advierte a los adversarios que preparen
sus armas; puede provocar una especie de guerra civil en los espíritus,
la cual acabaría tal vez causando funestos excesos si el rey y sus
ministros no fuesen tan sensatos como insensatos son los fanáticos.
De sobra se sabe todo lo que ha costado desde que los cristianos
disputan sobre el dogma: ha corrido la sangre, ya sea en los patíbulos
ya en los campos de batalla, desde el siglo IV hasta nuestros días.
Limitémonos aquí a las guerras y a los horrores que las querellas de la
Reforma[RC8] han provocado y veamos cuál ha sido su fuente en Francia.
Tal vez un cuadro resumido y fiel de tantas calamidades abrirá los ojos a
algunas personas poco instruidas y conmoverá los corazones rectos.
CAPÍTULO III
Idea de la Reforma del siglo XVI
Cuando con el renacimiento de las letras las mentes
empezaron a instruirse, se produjeron generalmente quejas contra los
abusos; todo el mundo reconoce que esta queja era legítima.
El papa Alejandro VI había comprado públicamente la tiara y sus
cinco bastardos compartían sus beneficios. Su hijo, el cardenal duque de
Borgia[RC9] , hizo morir, de acuerdo con su padre el papa, a los
Vitelli, los Urbino, los Gravina, los Oliveretto y otros cien señores,
para apoderarse de sus posesiones. Julio II, animado del mismo espíritu,
excomulgó a Luis XII, dando su reino al primer ocupante; y él mismo,
casco en cabeza y coraza al torso, arrasó a sangre y fuego una parte de
Italia. León X, para pagar sus placeres, traficó con las indulgencias lo
mismo que se venden géneros en un mercado público. Los que se alzaron
contra tanto bandidaje no tenían por lo menos ninguna falta que
reprocharse en cuanto a moral. Veamos si tenían algo que reprocharnos a
nosotros en política.
Decían que como Jesucristo jamás exigió anatas[RC10] ni reservas,
ni vendió dispensas para este mundo ni indulgencias para el otro, era
posible dispensarse de pagar el precio de todas aquellas cosas a un
príncipe extranjero. Considerando que las anatas, los procesos ante el
tribunal de Roma y las dispensas que todavía subsisten hoy no nos
costasen más que quinientos mil francos al año, está claro que hemos
pagado desde Francisco I, en doscientos cincuenta años, ciento
veinticinco millones; y evaluando los diversos precios del marco de
plata, esta suma equivale a unos doscientos cincuenta millones de hoy.
Se puede, por lo tanto, reconocer sin blasfemia, que los heréticos, al
proceder a la abolición de estos singulares impuestos de que se
asombrará la posteridad, no causaban con ello un gran daño al reino y
eran más bien buenos calculadores que malos súbditos. Añadamos que eran
los únicos que sabían la lengua griega y conocían la antigüedad. No
disimulemos tampoco que, a pesar de sus errores, les debemos el
desarrollo del espíritu humano, largo tiempo enterrado bajo la más densa
barbarie.
Pero como negaban el purgatorio, del que no se debe dudar y que
además producía mucho a los frailes; como no veneraban las reliquias que
se deben venerar, pero que producían todavía más; finalmente, como
atacaban dogmas muy respetados, no se les respondió al principio más
que haciéndolos quemar. El rey, que los protegía y pagaba en Alemania,
fue en París a la cabeza de una procesión, al final de la cual fueron
ejecutados varios de aquellos desgraciados; y he aquí en qué consistía
aquella ejecución. Se les colgaba al extremo de una larga viga colocada
haciendo báscula en lo alto de un árbol en pie; se encendía un gran
fuego bajo ellos en el que se les metía y sacaba alternativamente;
experimentaban así gradualmente los tormentos de la muerte, hasta que
expiraban en el más largo y horrible suplicio que jamás haya inventado
la barbarie.
Poco tiempo antes de la muerte de Francisco I, algunos miembros del
parlamento de Provenza, animados por ciertos eclesiásticos contra los
habitantes de Merindol y Cabrières, pidieron al rey tropas para apoyar
la ejecución de diecinueve personas de aquella religión condenados por
ellos; hicieron degollar a seis mil, sin perdonar sexo, edad, ni
infancia; redujeron a cenizas treinta pueblos. Aquellos pueblos, hasta
entonces desconocidos, eran culpables, sin duda, de haber nacido
valdenses[RC11] , ésta era su única iniquidad. Estaban establecidos
desde hacía trescientos años en desiertos y montañas que habían hecho
fértiles con un trabajo increíble. Su vida pastoral y tranquila
restituía la inocencia atribuida a las primeras edades del mundo. Las
ciudades vecinas no eran conocidas por ellos más que por el comercio de
los frutos que iban a venderles, e ignoraban los pleitos y la guerra;
no se defendieron: fueron degollados como animales fugitivos a los que
se da muerte en una empalizada.
Después de la muerte de Francisco I, príncipe más conocido, sin
embargo, por sus galanterías y sus desgracias que por sus
crueldades[RC12] , el suplicio de mil heréticos, sobre todo el del
consejero del parlamento Dubourg y, finalmente, la matanza de Vassy,
sublevaron a los perseguidos, cuya secta se había multiplicado al
resplandor de las hogueras y bajo los hierros de los verdugos; la rabia
sucedió a la paciencia; imitaron las crueldades de sus enemigos: nueve
guerras civiles llenaron a Francia de matanzas; una paz más funesta que
la guerra produjo la noche de San Bartolomé, de la que no existía ningún
ejemplo en los anales de los crímenes.
La Liga asesinó a Enrique III y a Enrique IV, a manos de un dominico
y de un monstruo que había sido monje bernardo. Hay gentes que
pretenden que el humanitarismo, la indulgencia y la libertad de
conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe, ¿habrían producido
dichas cosas calamidades comparables?
CAPÍTULO IV
De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está permitida
Algunos han dicho que si se tratase con una
indulgencia paternal a nuestros hermanos errados, que rezan a Dios en
mal francés, sería como ponerles las armas en la mano; que veríamos
nuevas batallas de Jarnac, de Moncontour, de Coutras, de Dreux, de
Saint-Denis, etc.; es cosa que ignoro porque no soy profeta; pero me
parece que no es razonar de manera consecuente decir: «Esos hombres se
sublevaron cuando se les trataba mal; por lo tanto, se sublevarán
cuando se les trate bien.»
Me atrevería a tomarme la libertad de invitar a los que se
encuentran al frente del gobierno y a aquellos que están destinados a
ocupar puestos elevados a que se dignasen considerar tras meditado
examen si se debe temer, en efecto, que la dulzura produzca las mismas
sublevaciones que hace nacer la crueldad; si aquello que ha sucedido en
determinadas circunstancias debe suceder en otras; si las épocas, la
opinión, las costumbres, son siempre las mismas.
Los hugonotes, sin duda, se han embriagado de fanatismo y se han
manchado de sangre como nosotros; pero la generación presente ¿es tan
bárbara como sus padres? El tiempo, la razón que hace tantos progresos,
los buenos libros, la dulzura de la sociedad ¿no han penetrado en
aquellos que dirigen el espíritu de esos pueblos? ¿Y no nos apercibimos
de que casi toda Europa ha cambiado de cara desde hace unos cincuenta
años?
El gobierno se ha fortalecido en todas partes, mientras que las
costumbres se han suavizado. La policía general, apoyada por ejércitos
numerosos y permanentes, no permite además temer el retorno de aquellos
tiempos anárquicos en que unos campesinos calvinistas luchaban contra
unos campesinos católicos, reclutados a toda prisa entre las siembras y
las siegas.
A otros tiempos otros cuidados. Sería absurdo diezmar hoy día la
Sorbona porque en otros tiempos presentó un recurso para hacer quemar a
la Doncella de Orléans; porque declaró a Enrique III depuesto del
derecho de reinar; porque lo excomulgó; porque proscribió al gran
Enrique IV. No buscaremos, sin duda, los demás estamentos del reino que
cometieron idénticos excesos en aquellos tiempos frenéticos: eso sería
no solamente injusto, sino que supondría una locura semejante a purgar a
todos los habitantes de Marsella porque tuvieron la peste en 1720.
¿Iremos a saquear Roma, como hicieron las tropas de Carlos V, porque
Sixto V, en 1585, concedió nueve años de indulgencias a todos los
franceses que tomasen las armas contra su soberano? ¿Y no es ya bastante
impedir que Roma vuelva a cometer jamás excesos semejantes?
El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la
religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido
tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e incluso en Holanda,
como en Francia: sin embargo, hoy día, la diferencia de religión no
causa ningún disturbio en aquellos Estados; el judío, el católico, el
griego, el luterano, el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el
menonita, el moravo, y tantos otros, viven fraternalmente en aquellos
países y contribuyen por igual al bienestar de la sociedad.
Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar sobre la
predestinación motiven la degollación del Gran Pensionario[RC13] . Ya
no se teme en Londres que las querellas entre presbiterianos y
episcopalistas acerca de una liturgia o una sobrepelliz derramen la
sangre de un rey en un patíbulo. Irlanda, poblada y enriquecida, ya no
verá a sus ciudadanos católicos sacrificar a Dios, durante dos meses, a
sus ciudadanos protestantes, enterrarlos vivos, colgar a las madres de
cadalsos, atar a las hijas al cuello de sus madres para verlas expirar
juntas; abrir el vientre a las mujeres encintas, extraerles a los hijos a
medio formar para echárselos a comer a los cerdos y los perros; poner
un puñal en la mano de sus prisioneros atados y guiar su brazo hacia el
seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de sus hijos,
imaginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se condenen
al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta
Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro contemporáneo; esto es
lo que relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y
que, sin duda, jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa
hermana de la religión, ha desarmado manos que la superstición había
ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su
ebriedad, se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el
fanatismo.
También nosotros tenemos en Francia una provincia opulenta en la
que el luteranismo supera al catolicismo. La universidad de Alsacia se
halla en manos de luteranos; ocupan una parte de los cargos municipales:
jamás la menor disputa religiosa ha turbado el reposo de esa provincia
desde que pertenece a nuestros reyes. ¿Por qué? Porque no se persigue
en ella a nadie[RC14] . No tratéis de forzar los corazones y todos los
corazones estarán con vosotros.
Yo no digo que todos aquellos que no siguen la religión del príncipe
deban compartir los puestos y los honores de los que pertenecen a la
religión dominante. En Inglaterra, los católicos, considerados
seguidores del partido del pretendiente, no pueden acceder a los empleos
públicos: incluso pagan un impuesto doble; pero gozan por lo demás de
todos los derechos de los ciudadanos.
De algunos obispos franceses se ha sospechado que creían que ni por
su honor ni por su interés les convenía tener calvinistas en sus
diócesis y que éste es el mayor obstáculo a la tolerancia: no puedo
creerlo. El cuerpo de los obispos, en Francia, está compuesto por gentes
de calidad que piensan y obran con una nobleza digna de su nacimiento;
son caritativos y generosos, cosa que hay que reconocerles en justicia;
deben creer ciertamente que sus diocesanos fugitivos no se convertirán
en los países extranjeros y que, cuando vuelvan con sus pastores,
podrán ser instruidos por sus lecciones y conmovidos por sus ejemplos:
su honor ganaría al convertirlos, lo temporal no saldría perdiendo y
cuantos más ciudadanos hubiese más rentarían las tierras de los
prelados.
Un obispo de Varnie, en Polonia, tenía un anabaptista de granjero y
un sociniano de recaudador; le propusieron que despidiese y persiguiese
al uno porque no creía en la consustancialidad y al otro porque no
bautizaba a su hijo hasta los quince años: respondió que serían
condenados para toda la eternidad en el otro mundo, pero que en éste le
eran muy necesarios.
Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto de nuestro
globo. El Gran Señor gobierna en paz veinte pueblos de diferentes
religiones; doscientos mil griegos viven en seguridad en Constantinopla;
el propio muftí nombra y presenta al emperador al patriarca griego; se
tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos latinos para
algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: «Le mando que
vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua
costumbre y sus vanas ceremonias.» Este imperio está lleno de
jacobitas, nestorianos, monotelitas; hay coptos, cristianos de San
Juan, judíos, guebros, banianos. Los anales turcos no hacen mención de
ningún motín provocado por alguna de esas religiones.
Id a la India, a Persia, a Tartaria, veréis en todos esos países la
misma tolerancia y la misma tranquilidad. Pedro el Grande ha
favorecido todos los cultos en su dilatado imperio; el comercio y la
agricultura han salido ganando y el cuerpo político no ha sido
perjudicado por ellos.
El gobierno de China no ha adoptado jamás, desde los cuatro mil
años que es conocido, más que el culto de los noaquidas, la adoración
simple de un solo Dios; tolera, sin embargo, las supersticiones de Fo y
una multitud de bonzos que sería peligrosa si la prudencia de los
tribunales no los hubiera mantenido siempre a raya.
Es cierto que el gran emperador Yung-Chêng, el más sabio y el más
magnánimo que tal vez haya tenido China, ha expulsado a los jesuitas;
pero esto no lo hizo por ser intolerante; fue, al contrario, porque lo
eran los jesuitas. Ellos mismos citan, en sus Cartas curiosas, las
palabras que les dijo aquel buen príncipe: «Sé que vuestra religión es
intolerante; sé lo que habéis hecho en Manila y en el Japón; habéis
engañado a mi padre; no esperéis engañarme a mí.» Léanse todos los
razonamientos que se dignó hacerles, se le encontrará el más sabio y el
más clemente de los hombres. ¿Podría, en efecto, permitir la permanencia
en sus Estados de unos físicos de Europa que, con el pretexto de
mostrar unos termómetros y unas eolipilas a la corte, habían sublevado
ya contra él a uno de los príncipes de la sangre? ¿Y qué habría dicho
ese emperador si hubiese leído nuestras historias, si hubiese conocido
nuestros tiempos de la Liga y de la conspiración de las pólvoras?
Le bastaba con estar informado de las indecentes querellas de los
jesuitas, de los dominicos, de los capuchinos, del clero secular,
enviados desde el fin del mundo a sus Estados: venían a predicar la
verdad y se anatematizaban unos a otros. El emperador no hizo, por
tanto, más que expulsar a unos perturbadores extranjeros: ¡pero con qué
bondad los despidió! ¡Qué cuidados paternales tuvo con ellos para su
viaje y para impedir que les molestasen en el trayecto! Su propio
destierro fue un ejemplo de tolerancia y humanidad.
Los japoneses eran los más tolerantes de todos los hombres: doce
religiones pacíficas estaban establecidas en su imperio; los jesuitas
vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos tolerar
ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos
horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue
ahogada en ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto
del mundo y nos consideraron como bestias feroces, semejantes a
aquellas de que los ingleses han limpiado su isla. En vano el ministro
Colbert, comprendiendo la necesidad que tenemos de los japoneses, que
para nada nos necesitan a nosotros, intentó establecer un comercio con
su imperio: los halló inflexibles.
Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se debe ni predicar ni ejercer la intolerancia.
Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la Carolina, de la que
el prudente Locke[RC15] fue legislador: bastan siete padres de familia
para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha
hecho surgir ningún desorden. ¡Dios nos libre de mencionar este ejemplo
para incitar a Francia a imitarlo! Sólo se cita para hacer ver que el
mayor exceso a que pueda llegar la tolerancia no ha sido seguido de la
más leve disensión; pero aquello que es muy útil y bueno en una colonia
naciente no es conveniente en un viejo reino.
¿Qué diremos de los primitivos que han sido apodados cuáqueros[RC16]
por burla y que, con costumbres tal vez ridículas, han sido tan
virtuosos y han enseñado inútilmente la paz al resto de la humanidad?
Alcanzan el número de cien mil en Pensilvania; la discordia, la
controversia, son ignoradas en la feliz patria que ellos se han creado y
el mero nombre de su ciudad de Filadelfia[RC17] , que les recuerda en
todo momento que los hombres son hermanos, es el ejemplo y la vergüenza
de los pueblos que todavía no conocen la tolerancia.
En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la
intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre
esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y
la que lo entrega con tal de que viva![RC18]
No hablaré aquí más que del interés de las naciones; y respetando,
como debo, la teología, no considero en este artículo más que el bien
físico y moral de la sociedad. Suplico a todo lector imparcial que
sopese estas verdades, que las certifique, que las extienda. Los
lectores atentos, que se comunican sus pensamientos, van siempre más
lejos que el autor.
CAPÍTULO V
De cómo la tolerancia puede ser admitida
Me atrevo a suponer que un ministro culto y
magnánimo, un prelado humanitario y sabio, un príncipe que sabe que su
interés consiste en el gran número de sus súbditos y su gloria en la
felicidad de éstos, se digna pasar los ojos por este escrito informe y
defectuoso; suple su imperfección con sus propias luces; se dice a sí
mismo: ¿qué arriesgaría con ver la tierra cultivada y ornada por un
mayor número de manos laboriosas, aumentados los tributos, el Estado más
floreciente?
Alemania sería un desierto cubierto por los huesos de los católicos,
de los evangelistas, de los reformados, de los anabaptistas, que se
habrían degollado unos a otros, si la paz de Westfalia[RC19] no hubiese
procurado, por fin, la libertad de conciencia.
Tenemos judíos en Burdeos, en Metz, en Alsacia; tenemos luteranos,
molinistas, jansenistas: ¿no podemos soportar y aceptar la presencia de
calvinistas poco más o menos en las mismas condiciones en que los
católicos son tolerados en Londres? Cuantas más sectas hay, menos
peligrosa es cada una de ellas; la multiplicidad las debilita, todas son
reprimidas por leyes justas que prohíben las asambleas tumultuosas, las
injurias, las sediciones, y que siempre están en vigor por la fuerza
coactiva.
Sabemos que varios cabezas de familia, que han creado grandes
fortunas en los países extranjeros, están dispuestos a regresar a su
patria; sólo piden la protección de la ley natural, la validez de sus
matrimonios, la certeza de la legitimidad de sus hijos, el derecho a
heredar de sus padres, la franquicia de sus personas; no piden templos
públicos, ni el derecho a ejercer cargos municipales, ni a obtener
dignidades: los católicos no los tienen en Londres ni en algunos otros
países. Ya no se trata de conceder privilegios inmensos, plazas de
seguridad a una facción, sino de dejar vivir a un pueblo pacífico, de
suavizar edictos tal vez en otros tiempos necesarios, pero que ya no lo
son. No nos corresponde a nosotros indicar al ministerio lo que puede
hacer; basta con implorarle en favor de los infortunados.
¡Cuántos medios de hacerlos útiles, de impedir que jamás lleguen a ser
peligrosos! La prudencia del ministerio y del consejo, apoyada por la
fuerza, encontrará muy fácilmente esos medios, que otras naciones
emplean con tanta fortuna.
Existen todavía fanáticos entre el populacho calvinista; pero es
sabido que hay aún más entre el populacho convulsionario[RC20] . La hez
de los insensatos de Saint-Médard está considerada como algo sin
importancia en la nación, la de los profetas calvinistas ha sido
destruida. El gran medio de disminuir el número de maniáticos, si
quedan, es someter esta enfermedad del espíritu al régimen de la razón,
que lenta, pero infaliblemente, ilumina a los hombres. Esta razón es
dulce, es humana, inspira indulgencia, ahoga la discordia, fortalece la
virtud, hace amable la obediencia o las leyes, mucho más de lo que la
fuerza las impone. ¿Y consideraremos como cosa baladí el ridículo que se
atribuye hoy día al entusiasmo por la mayoría de las gentes honorables?
Dicho ridículo constituye una poderosa barrera contra las
extravagancias de todos los sectarios. Los tiempos pasados son como si
nunca hubieran existido. Hay que partir siempre del punto en que se está
y de aquel a que han llegado las naciones.
Hubo un tiempo en que se creyó obligatorio promulgar decretos contra
los que enseñaban una doctrina contraria a las categorías de
Aristóteles[RC21] , al horror al vacío, a las quintaesencias y al
universal de la parte de la cosa. Tenemos en Europa más de cien
volúmenes de jurisprudencia sobre la brujería, y sobre la manera de
distinguir los falsos brujos de los verdaderos. La excomunión de los
saltamontes y de los insectos nocivos para las cosechas ha sido
empleada profusamente y todavía subsiste en algunos rituales. La
costumbre ha caducado; se deja en paz a Aristóteles, a los brujos y a
los saltamontes. Los ejemplos de esas graves locuras, en otros tiempos
tan importantes, son incontables: se producen otras de vez en cuando;
pero cuando han producido su efecto, cuando se está harto de ellas,
mueren por sí mismas. Si a alguien se le ocurriese hoy día ser
carpocrático, o eutiquiano, o monotelita, o monofisita, o nestoriano, o
maniqueo, etc., ¿qué sucedería? Se reirían de él, como de un hombre
vestido a la antigua, con gola y jubón.
La nación empezaba a entreabrir los ojos cuando los jesuitas Le
Tellier y Doucin fabricaron la bula Unigenitus que enviaron a Roma:
creyeron estar todavía en aquellos tiempos de ignorancia en que los
pueblos aceptaban sin examen las aserciones más absurdas. Se atrevieron a
proscribir esta proposición que es de una verdad universal en todos los
casos y en todos los tiempos: «El temor a una excomunión injusta no
debe impedir el cumplimiento del deber.» Era proscribir la razón, las
libertades de la Iglesia galicana y el fundamento de la moral; era decir
a los hombres: Dios os ordena que no hagáis nunca vuestro deber, si
ello os hace temer la injusticia. Jamás se ha atacado al sentido común
más descaradamente. Los consultores de Roma no se dieron cuenta de ello.
Se persuadió a la corte de Roma de que aquella bula era necesaria y que
la nación la deseaba; fue firmada, sellada y enviada: conocemos las
consecuencias; seguramente, si se hubieran previsto, se habría
suavizado la bula. Las disputas han sido vivas; la prudencia y la bondad
del rey las han apaciguado finalmente.
Lo mismo sucede con una gran parte de los puntos que nos dividen de
los protestantes; hay algunos que carecen de importancia; hay otros más
graves, pero sobre los cuales la furia de la disputa se ha amortiguado
tanto que los propios protestantes no predican hoy día la controversia
en ninguna de sus iglesias.
Por lo tanto, estos tiempos de desgana, de saciedad, o más bien de
razón, son los que podemos aprovechar como época y garantía de
tranquilidad pública. La controversia es una enfermedad epidémica que se
halla en sus finales, y esa peste, de la que estamos curados, no pide
más que un régimen suave. Finalmente, el interés del Estado consiste en
que los hijos expatriados vuelvan con modestia a la casa de su padre: el
humanitarismo lo pide, la razón lo aconseja y la política no lo puede
temer.
CAPÍTULO VII
De si la intolerancia es de derecho natural y de derecho humano
El derecho natural es el que la naturaleza indica a
todos los hombres. Habéis criado a vuestro hijo, os debe respeto como
padre y gratitud como bienhechor. Tenéis derecho a los productos de la
tierra que habéis cultivado con vuestras manos. Habéis hecho y habéis
recibido una promesa, debe ser cumplida.
El derecho humano no puede estar basado en ningún caso más que sobre
este derecho natural; y el gran principio, el principio universal de
uno y otro es, en toda la tierra: «No hagas lo que no quisieras que te
hagan.» No se comprende, por lo tanto, según tal principio, que un
hombre pueda decir a otro: «Cree lo que yo creo y lo que no puedes
creer, o perecerás.» Esto es lo que se dice en Portugal, en España, en
Goa. En otros países se contentan con decir efectivamente: «Cree o te
aborrezco; cree o te haré todo el daño que pueda; monstruo, no tienes mi
religión, por lo tanto no tienes religión: debes inspirar horror a tus
vecinos, a tu ciudad, a tu provincia.»
Si conducirse así fuese de derecho humano, sería preciso que el
japonés detestase al chino, el cual execraría al siamés; éste
perseguiría a los gangaridas que se abatirían sobre los habitantes del
Indo; un mogol arrancaría el corazón al primer malabar que encontrase;
el malabar podría degollar al persa, que podría asesinar al turco; y
todos juntos se arrojarían sobre los cristianos que durante tanto tiempo
se han devorado unos a otros.
El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro:
es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres
sólo matan para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos
párrafos.
CAPÍTULO V
II
De si la intolerancia ha sido conocida de los griegos
Los pueblos de los que la historia nos ha dejado
algunos débiles conocimientos han considerado, todos, sus diferentes
religiones como nudos que los unían: era una asociación, tanto entre los
dioses como entre los hombres. Cuando un extranjero llegaba a una
ciudad, empezaba por adorar a los dioses del país. Jamás se dejó de
venerar a los dioses, incluso a los de los enemigos. Los troyanos
elevaban sus plegarias a los dioses que luchaban en favor de los
griegos.
Alejandro fue a consultar en los desiertos de Libia al dios Ammon, a
quien los griegos dieron el nombre de Zeus y los latinos el de
Júpiter[RC22] , aunque tanto unos como otros tuviesen su Júpiter y su
Zeus en sus respectivos países. Cuando se sitiaba una ciudad se oraba y
se hacía un sacrificio a sus dioses para tenerlos propicios. De esta
suerte, aun incluso en la guerra, la religión unía a los hombres y
suavizaba a veces sus furores, aunque otras les ordenase cometer actos
inhumanos y terribles.
Tal vez me equivoque; pero me parece que de todos los antiguos
pueblos civilizados, ninguno ha puesto trabas a la libertad de pensar.
Todos tenían una religión; pero me parece que la usaban con los hombres
del mismo modo que con sus dioses: todos reconocían un dios supremo,
pero le asociaban una cantidad prodigiosa de divinidades inferiores;
sólo tenían un culto, pero permitían una multitud de sistemas
particulares.
A los griegos, por ejemplo, por muy religiosos que fuesen, les
parecía bien que los epicúreos negasen la Providencia y la existencia
del alma[RC23] . No menciono las otras sectas, todas las cuales ofendían
las ideas sanas que se deben tener del Ser Creador y que, todas, eran
toleradas.
Sócrates[RC24] , que fue el que más se aproximó al conocimiento del
Creador, padeció, según se dice, la pena de haber alcanzado este
conocimiento y murió mártir de la Divinidad; es el único hombre al que
los griegos hayan hecho morir por sus opiniones. Si ésta fue, en
efecto, la causa de su condena, ello no hace honor a la intolerancia,
puesto que sólo se castigó al único que glorificaba a Dios y se honró a
todos los que daban las más indignas nociones de la Divinidad. Los
enemigos de la tolerancia no deben, en mi opinión, ampararse en el
ejemplo odioso de los jueces de Sócrates.
Es evidente, por otra parte, que fue víctima de un partido furioso
animado contra él. Se había creado enemigos irreconciliables entre los
sofistas, los oradores, los poetas, que enseñaban en las escuelas e
incluso entre los preceptores que tenían a su cargo a los hijos de las
familias distinguidas. Él mismo confiesa en su discurso, que nos ha
sido transmitido por Platón[RC25] , que iba de casa en casa demostrando a
aquellos preceptores que no eran más que unos ignorantes. Esta conducta
no es digna de aquel al que un oráculo había declarado ser el más sabio
de los hombres. Se azuzó contra él a un sacerdote y a un consejero de
los quinientos, que le acusaron; reconozco que no sé exactamente de
qué, sólo veo vaguedades en su Apología; se le hace decir en general que
se le imputaba inspirar a los jóvenes máximas contra la religión y el
gobierno. Así es como proceden siempre los calumniadores en el mundo;
pero en un tribunal se precisan hechos demostrados, motivos de
acusación concretos y detallados: eso es lo que no nos aporta el proceso
de Sócrates; sabemos solamente que hubo primeramente doscientos veinte
votos a su favor. El tribunal de los quinientos contaba, por lo tanto,
con doscientos veinte filósofos: es mucho; dudo que se los encontrara en
algún otro sitio. Finalmente, la mayoría votó por la cicuta; pero
pensemos también que los atenienses, una vez pasado su apasionamiento,
sintieron horror hacia los acusadores y los jueces; que Melito, el
principal autor de esta sentencia, fue condenado a muerte por aquella
injusticia; que los demás fueron desterrados y que se edificó un templo a
Sócrates. Jamás la filosofía fue tan bien vengada ni tan glorificada.
El ejemplo de Sócrates es en el fondo el más terrible argumento que se
pueda alegar contra la intolerancia. Los atenienses tenían un altar
dedicado a los dioses extranjeros, a los dioses que no podían conocer.
¿Existe una prueba más fuerte no sólo de indulgencia para con todas las
naciones, sino también de respeto hacia sus cultos?
Un hombre honrado, que no es enemigo ni de la razón ni de la
literatura, ni de la probidad, ni de la patria, al justificar hace poco
la matanza de la noche de San Bartolomé[RC26] , cita la guerra de los
focenses, llamada guerra sagrada, como si esta guerra hubiese sido
encendida en favor del culto, del dogma, de los argumentos de la
teología; se trataba de saber a quién debía pertenecer un campo: es el
motivo de todas las guerras. Unos haces de trigo no son un símbolo de
creencia; jamás ciudad griega alguna luchó por opiniones. Por otra
parte, ¿qué pretende ese hombre modesto y dulce? ¿Quiere que hagamos una
guerra sagrada?
CAPÍTULO V
III
De si los romanos han sido tolerantes
Entre los antiguos romanos, desde Rómulo hasta los
tiempos en que los cristianos se disputaron con los sacerdotes del
imperio, no veréis un solo hombre perseguido por sus sentímientos.
Cicerón[RC27] dudó de todo, Lucrecio[RC28] lo negó todo; y no se les
hizo el más ligero reproche. La licencia llegó tan lejos que
Plinio[RC29] el naturalista empieza su libro negando a Dios y diciendo
que hay uno, que es el sol. Cicerón dice, hablando de los infiernos:
«Non est anus tam excors quae credat; no hay ni una vieja imbécil que
crea en ellos.» Juvenal dice: «Nec pueri credunt (sátira II, verso
152); los niños no creen en tal cosa.» Se cantaba en el teatro de Roma:
Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil. «No hay nada después de la
muerte, la misma muerte no es nada.» (Séneca[RC30] , Tróade; coro al
final del segundo acto.)
Aborrezcamos estas máximas y, todo lo más, perdonémoselas a un
pueblo al que el Evangelio no iluminó; son falsas, son impías; pero
saquemos la conclusión de que los romanos eran muy tolerantes, ya que
éstas no provocaron jamás la menor protesta.
El gran principio del senado y del pueblo romanos era: «Deorum
offensae düs curae; sólo a los dioses corresponde ocuparse de las
ofensas hechas a los dioses.» Aquel pueblo rey sólo pensaba en
conquistar, en gobernar y civilizar al universo. Han sido nuestros
legisladores y nuestros vencedores; y César, que nos dio cadenas, leyes y
juegos, jamás quiso obligarnos a trocar nuestros druidas por él, por
muy gran pontífice que fuese de una nación que nos dominaba.
Los romanos no profesaban todos los cultos, no daban a todos la
sanción pública; pero los permitieron todos. No tuvieron ningún objeto
material de culto bajo el reinado de Numa, ni simulacros, ni estatuas;
no tardaron en erigirlas a los dioses majorum gentium, que les dieron a
conocer los griegos. La ley de las doce tablas, Deos peregrinos ne
colunto, se reducía a no conceder culto público más que a las
divinidades superiores aprobadas por el senado. Isis tuvo un templo en
Roma, hasta que Tiberio lo mandó derribar cuando los sacerdotes del
mismo, corrompidos por el dinero de Mundo, le hicieron acostarse en el
templo, bajo el nombre del dios Anubis, con una mujer llamada Paulina.
Bien es verdad que Josefo es el único que relata esta historia; no era
contemporáneo, pero sí crédulo y propenso a la exageración. Parece poco
probable que en una época tan ilustrada como la de Tiberio, una mujer
de la más elevada condición hubiese sido lo bastante estúpida para
creer que recibía los favores del dios Anubis.
Pero sea verdadera o falsa esta anécdota, lo que hay de cierto es
que la superstición egipcia había erigido un templo en Roma con el
consentimiento público. Los judíos comerciaban en ella desde los tiempos
de las guerras púnicas; tenían en la ciudad sinagogas desde los
tiempos de Augusto y las conservaron casi siempre, lo mismo que en la
Roma moderna. ¿Existe un mayor ejemplo de que la tolerancia estaba
considerada por los romanos como la ley más sagrada de todo el derecho
de gentes?
Se nos dice que tan pronto como aparecieron los cristianos fueron
perseguidos por aquellos mismos romanos que a nadie perseguían. Me
parece evidente que este hecho es completamente falso; no quiero otra
prueba que la del propio san Pablo. Los Hechos de los Apóstoles nos
cuentan que al ser acusado san Pablo por los judíos de querer destruir
la ley mosaica por Jesucristo, Santiago propuso a san Pablo que se
hiciera afeitar la cabeza y fuera a hacerse purificar en el templo con
cuatro judíos «para que todo el mundo sepa que todo lo que dicen de
vosotros es falso y seguís observando la ley de Moisés».
Pablo, cristiano, fue pues a cumplir todas las ceremonias judaicas
durante siete días; pero aún no habían transcurrido éstos cuando los
judíos de Asia le reconocieron; y, al ver que había entrado en el
templo, no sólo con judíos, sino con gentiles, gritaron que había habido
profanación: fue apresado y conducido ante el gobernador Félix, y más
tarde se apeló al tribunal de Festo. Los judíos en masa pidieron su
muerte; Festo les respondió: «No es costumbre de los romanos condenar a
un hombre hasta que el acusado tenga a sus acusadores delante y se le
haya dado la libertad de defenderse» [Hechos, XXV, 1161.
Estas palabras resultan tanto más notables en aquel magistrado
romano cuanto que parece no haber sentido la menor consideración hacia
san Pablo; y no haber experimentado más que desprecio hacia él: engañado
por las falsas luces de su razón, le tomó por loco; le dijo a él mismo
que estaba demente: Multae te litterae ad insaniam convertunt (las
muchas letras te han trastornado el juicio). Festo, por lo tanto, no
escuchó más que a la equidad de la ley romana al dar su protección a un
sospechoso desconocido al que no podía apreciar.
He aquí que el propio Espíritu Santo declara que los romanos no
perseguían y que eran justos. No fueron los romanos los que se alzaron
contra san Pablo, sino los judíos. Santiago, hermano de Jesús, fue
lapidado por orden de un judío saduceo y no por la de un romano. Sólo
los judíos lapidaron a san Esteban, y cuando san Pablo guardaba las
capas de los ejecutores, no obraba ciertamente como ciudadano romano.
Los primeros cristianos no tenían, sin duda, nada que dirimir con
los romanos; no tenían más enemigos que los judíos, de los que empezaban
a separarse. Sabido es el odio implacable que sienten todos los
sectarios hacia aquellos que abandonan su secta. Hubo indudablemente
tumultos en las sinagogas de Roma. Suetonio dice en la Vida de Claudio
(cap. XXV): Judaeos, impulsare Christo assidue tumultuantes, Roma
expulit (Roma arrojó con frecuencia a los sediciosos hebreos, siendo
Cristo el instigador). Se engañaba al decir que era a instigación de
Cristo: no podía conocer los detalles de un pueblo tan despreciado en
Roma como era el pueblo judío; pero no se equivocaba sobre el motivo de
aquellas disputas. Suetonio escribía en tiempos de Adriano, en el siglo
II; los cristianos no se distinguían entonces de los judíos a los ojos
de los romanos. El pasaje de Suetonio hace ver que los romanos, lejos de
oprimir a los primeros cristianos, reprimían entonces a los judíos que
los perseguían. Querían que la sinagoga de Roma tuviese para con
aquellos hermanos separados la misma indulgencia que el Senado tenía
para con ella, y los judíos expulsados no tardaron en volver;
alcanzaron incluso honores, a pesar de las leyes que los excluían de
ellos; nos lo cuentan Dion Casio y Ulpiano. ¿Es posible que después de
la ruina de Jerusalén los emperadores prodigasen dignidades a los
judíos y que, en cambio, persiguiesen, entregasen a los verdugos y
arrojasen a las fieras a unos cristianos que estaban considerados como
una secta de los judíos?
Se dice que Nerón los persiguió. Tácito nos cuenta que fueron
acusados del incendio de Roma y abandonados al furor del pueblo. ¿Se
trataba de su creencia en tal acusación? No, sin duda. ¿Diríamos que los
chinos, a los que los holandeses degollaron hace algunos años, en los
suburbios de Batavia, fueron inmolados a la religión? Por mucho que
deseemos equivocarnos, es imposible atribuir a la intolerancia el
desastre ocurrido en el reinado de Nerón a unos cuantos desgraciados
semijudíos y semicristianos.
CAPÍTULO IX
Sobre los mártires
Hubo después de ello mártires cristianos. Es
difícil saber con exactitud por qué razones fueron condenados aquellos
mártires; pero me atrevo a creer que ninguno lo fue, bajo los primeros
césares, solamente por su religión; todas eran toleradas: ¿cómo se
hubiera podido buscar y perseguir a unos hombres oscuros, que
practicaban un culto particular, en una época en que se permitían todos
los otros?
Los Titos, los Trajanos, los Antoninos, los Decios no eran unos
bárbaros: ¿es posible imaginar que hubiesen privado únicamente a los
cristianos de una libertad de que gozaba la tierra entera? Se les habría
acusado solamente a ellos de celebrar misterios secretos, mientras que
los misterios de Isis, de Mitra, los de la diosa de Siria, todos ellos
extraños al culto romano, eran permitidos sin contradicción? Es preciso
que la persecución haya tenido otras causas y que los odios
particulares, apoyados por la razón de Estado, hayan derramado la sangre
de los cristianos.
Por ejemplo, cuando san Lorenzo niega al prefecto de Roma, Cornelio
Seculario, el dinero de los cristianos que tenía en custodia, es
natural que el prefecto y el emperador se irritasen: no sabían que san
Lorenzo había distribuido aquel dinero entre los pobres y que había
realizado una obra caritativa y santa; le consideraron como un
refractario y le condenaron a muerte.
Consideremos el martirio de san Poliuto. ¿Fue condenado solamente
por su religión? Va al templo, en el que se rinden a los dioses acciones
de gracias por la victoria del emperador Decio; insulta en el propio
templo a los sacrificadores, derriba y rompe los altares y las estatuas:
¿en qué país del mundo se perdonaría semejante atentado? El cristiano
que rompió en público el edicto del emperador Diocleciano y que atrajo
hacia sus hermanos la gran persecución en los dos últimos años del
reinado de este príncipe, no realizaba un acto de celo según la ciencia y
tenía la desgracia de ser la causa del desastre de su partido. Aquel
celo desmesurado, que estalló a menudo y que incluso fue condenado por
varios Padres de la Iglesia, ha sido probablemente el origen de todas
las persecuciones.
No comparo, sin duda, a los primeros sacramentarios con los primeros
cristianos: no pongo el error al lado de la verdad; pero Farel,
predecesor de Juan Calvino, hizo en Arles la misma cosa que san Poliuto
había hecho en Armenia. Llevaban en procesión por las calles la estatua
de san Antonio el ermitaño; Farel se arroja con algunos de los suyos
sobre los frailes que llevan en andas a san Antonio, los zurra, los
dispersa y arroja el santo al río. Merecía la muerte, que no recibió por
haber tenido tiempo de huir. Si se hubiese contentado con gritar a
aquellos frailes que no creía que un cuervo hubiese llevado medio pan a
san Antonio el ermitaño, ni que san Antonio hubiese tenido
conversaciones con centauros y sátiros, habría merecido una fuerte
reprimenda por perturbar el orden; pero si por la noche, después de la
procesión, hubiese examinado tranquilamente la historia del cuervo, de
los centauros y de los sátiros, nada hubiera habido que reprocharle.
¡Cómo! ¡Los romanos habrían tolerado que el infame Antinoo fuese
colocado en el rango de los dioses secundarios y habrían descuartizado,
arrojado a las fieras a todos aquellos a los que se hubiese reprochado
haber adorado pacíficamente a un justo! ¡Cómo! ¡Los romanos habrían
reconocido a un Dios supremo, a un Dios soberano, señor de todos los
dioses secundarios, atestiguado por esta fórmula: Deus optimus maximus;
y habrían perseguido a los que adoraban a un Dios único!
No es creíble que haya existido jamás una inquisición contra los
cristianos bajo los emperadores, es decir, que se haya ido a buscarles a
sus casas para interrogarles sobre sus creencias. Jamás se molestó
sobre este punto ni a un judío, ni a un sirio, ni a un egipcio, ni a los
bardos, ni a los druidas, ni a los filósofos. Los mártires fueron, por
lo tanto, aquellos que se alzaron contra los falsos dioses. No creer en
ellos era cosa muy buena y piadosa; pero, en fin, si no contentos con
adorar a un Dios en espíritu y en verdad, se sublevaron violentamente
contra el culto establecido, por muy absurdo que pudiese ser, es
forzoso confesar que ellos mismos eran intolerantes.
Tertuliano, en su Apologética, confiesa que se miraba a los
cristianos como facciosos: la acusación era injusta, pero demostraba
que no era la sola religión de los cristianos lo que excitaba el celo de
los magistrados. Reconoce que los cristianos se negaban a adornar sus
puertas con ramas de laurel en los regocijos públicos por las victorias
de los emperadores: era fácil tomar esta actitud reprochable por un
crimen de lesa majestad.
La primera severidad jurídica ejercida contra los cristianos fue la
de Domiciano: pero se limitó a un destierro que llegó a durar un año:
Facile coeptum repressit, restitutis etiam quos relegaverat (lo
conseguido fácilmente se perdió, siendo restablecidos nuevamente los
que habían abandonado), dice Tertuliano (cap. V). Lactancio, cuyo estilo
es tan violento, reconoce que desde Domiciano hasta Decio la Iglesia
vivió tranquila y floreciente. Esta larga paz, dice, fue interrumpida
cuando aquel execrable animal llamado Decio oprimió a la Iglesia:
Exstitit enim post annos plurimos execrabile animal Decius, qui vexaret
Ecclesiam (Apol., cap. IV).
No se pretende discutir aquí la opinión del sabio Dodwell sobre la
pequeña cantidad de mártires; pero si los romanos hubiesen perseguido
tanto la religión cristiana, si el senado hubiese hecho morir a tantos
inocentes por medio de suplicios inusitados, si hubiese metido a los
cristianos en aceite hirviendo, si hubiese arrojado a doncellas
desnudas a las fieras en el circo, ¿cómo habrían dejado en paz a todos
los obispos de Roma? San Ireneo no cuenta como mártir entre aquellos
obispos más que a Telésforo, en año el 139 de la era vulgar, y no se
tiene ninguna prueba de que el tal Telésforo hubiese sido condenado a
muerte. Ceferino gobernó el rebaño de Roma durante dieciocho años y
murió apaciblemente en el año 219. Es cierto que se incluye a casi todos
los primeros papas en los antiguos martirologios; pero la palabra
martirio sólo era tomada entonces en su verdadero significado: martirio
quería decir testimonio y no suplicio.
Es difícil poner de acuerdo esta furia de persecución con la
libertad que tuvieron los cristianos de convocar cincuenta y seis
concilios que los escritores eclesiásticos cuentan en los tres primeros
siglos.
Hubo persecuciones; pero si hubiesen sido tan violentas como se
dice, es de suponer que Tertuliano, que escribió con tanta energía
contra el culto establecido, no habría muerto en la cama. Sabido es que
los emperadores no leyeron su Apologética; que un escrito oscuro,
compuesto en África, no llega a los que tienen a su cargo el gobierno
del mundo; pero debía ser conocido de aquellos que formaban el círculo
del procónsul de África: debía atraer mucho odio hacia su autor; sin
embargo, no padeció ningún martirio.
Orígenes enseñó públicamente en Alejandría y tampoco fue ejecutado.
El mismo Orígenes, que hablaba con tanta libertad a los paganos y a los
cristianos, que anunciaba Jesús a los unos, que negaba un Dios en tres
personas a los otros, que reconoce expresamente, en su tercer libro
contra Celso, «que ha habido muy pocos mártires e incluso de tarde en
tarde. Sin embargo, dice, los cristianos no descuidan nada para hacer
abrazar su religión a todo el mundo; corren por las ciudades, los
pueblos, las aldeas».
En verdad que estas continuas carreras podían ser fácilmente
denunciadas como sediciosas por los sacerdotes enemigos; y, sin
embargo, tales misiones son toleradas, a pesar del pueblo egipcio,
siempre turbulento, sedicioso y cobarde: pueblo que había descuartizado a
un romano por haber matado a un gato, pueblo en todo tiempo
despreciable, digan lo que digan los admiradores de las pirámides.
¿Quién podía soliviantar más contra él a los sacerdotes y al gobierno
que san Gregorio Taumaturgo, discípulo de Orígenes? Gregorio había visto
durante la noche a un anciano enviado de Dios, acompañado de una mujer
resplandeciente de luz: esta mujer era la Santísima Virgen y aquel
anciano san Juan Evangelista. San Juan le dictó un símbolo que san
Gregorio se fue a predicar. Pasó, al dirigirse a Neocesárea, cerca de
un templo en que se emitían oráculos y en el que la lluvia le obligó a
pasar la noche; hizo varios signos de la cruz. Al día siguiente, el gran
sacrificador del templo se quedó asombrado de que los demonios, que
antes le respondían, no quisieran emitir más oráculos; los llamó: los
demonios acudieron para decirle que ya no volverían más: le explicaron
que ya no podían habitar más aquel templo porque Gregorio había pasado
la noche en él y había trazado signos de la cruz.
El sacrificador interrogó a Gregorio, que le respondió: «Puedo
arrojar a los demonios de donde quiera y hacerlos entrar donde me
plazca.» «Hazlos, pues, entrar en mi templo», dijo el sacrificador.
Entonces Gregorio arrancó un pedacito de una hoja del volumen que tenía
en la mano y escribió en él estas palabras: «Gregorio a Satán: te ordeno
que entres en este templo.» Se puso el billete sobre el altar: los
demonios obedecieron y emitieron sus oráculos como de costumbre; después
de lo cual dejaron de hacerlo, como es sabido.
Es san Gregorio Niceno quien relata estos hechos en la vida de san
Gregorio Taumaturgo. Los sacerdotes de los ídolos debían sin duda sentir
animadversión hacia Gregorio y, cegados por ella, llevarlo ante los
tribunales: no obstante, su mayor enemigo no sufrió ninguna
persecución.
Se dice en la historia de san Cipriano, que fue el primer obispo de
Cartago condenado a muerte. El martirio de san Cipriano data del año 258
de nuestra era: durante mucho tiempo, por lo tanto, ningún obispo de
Cartago fue inmolado por su religión. La historia no nos dice qué
calumnias se elevaron contra san Cipriano, qué enemigos tenía, por qué
el procónsul de África se irritó contra él. San Cipriano escribe a
Cornelio, obispo de Roma: «Se produjo poco después una manifestación
popular en Cartago y se gritó por dos veces que se me debía arrojar a
los leones.» Es muy verosímil que la excitación del pueblo enfurecido
de Cartago fuese finalmente causa de la muerte de Cipriano; y es muy
seguro que no fue el emperador Galo quien le condenó desde tan lejos por
su religión, puesto que dejaba en paz a Cornelio, al que tenía tan
cerca.
Tantas causas secretas se mezclan con frecuencia a la causa
aparente, tantos resortes desconocidos contribuyen a la persecución de
un hombre, que se hace imposible discernir en los siglos posteriores el
origen oculto de las desgracias de los hombres más considerables, y con
mayor razón el del suplicio de un particular que sólo podía ser
conocido de aquellos que pertenecían a su partido.
Obsérvese que san Gregorio Taumaturgo y san Dionisio, bispo de
Alejandría, que no sufrieron martirio, vivían en la misma época que san
Cipriano. ¿Por qué, si eran tan conocidos por lo menos como este obispo
de Cartago, pudieron vivir sin ser molestados? ¿Y por qué san Cipriano
fue sometido a suplicio? ¿No existe cierta apariencia de que este
último sucumbió al ataque de enemigos personales y poderosos, a las
calumnias, al pretexto de la razón de Estado, que se junta con tanta
frecuencia a la religión, mientras que los otros dos tuvieron la suerte
de librarse de la maldad de los hombres?
No parece muy probable que la sola acusación de cristianismo
hiciese perecer a san Ignacio bajo el clemente y justo Trajano, puesto
que se permitió a los cristianos acompañarle y consolarle cuando era
llevado a Roma. Se habían producido con frecuencia sediciones en
Antioquía, ciudad que siempre fue turbulenta, en la que Ignacio era
obispo secreto de los cristianos: tal vez aquellas sediciones,
malignamente imputadas a los cristianos inocentes, excitaron la
atención del gobierno, que fue engañado, como ha sucedido con harta
frecuencia.
San Simeón, por ejemplo, fue acusado ante Sapor de ser espía de los
romanos. La historia de su martirio nos dice que el rey Sapor le propuso
que adorase al sol; pero sabido es que los persas no rendían culto al
sol: lo consideraban como un emblema del buen principio de Ahura Mazda u
Ormuz, el dios creador que ellos reconocían.
Por muy tolerante que se pueda ser, no se puede dejar de sentir
cierta indignación contra esos exaltados que acusan a Diocleciano de
haber perseguido a los cristianos desde su subida al trono; veamos lo
que dice Eusebio de Cesarea: su testimonio no puede ser recusado; el
favorito, el panegirista de Constantino, el enemigo violento de los
emperadores precedentes, debe ser creído cuando los justifica. He aquí
sus palabras: «Los emperadores dieron durante mucho tiempo a los
cristianos grandes muestras de benevolencia; les confiaron provincias;
varios cristianos vivieron en palacio; incluso se casaron con
cristianas. Diocleciano tomó por esposa a Prisca, cuya hija fue mujer de
Maximino Galeno, etc.»
Aprendamos por lo tanto de este testimonio decisivo a no calumniar;
júzguese si la persecución excitada por Galeno, después de diecinueve
años de un reinado de clemencia y bondades, debe haber sido originada
más bien por alguna intriga que nosotros desconocemos.
Considérese hasta qué punto la fábula de la legión tebana, asesinada
toda ella, dícese, a causa de la religión, es absurda. Es ridículo que
se hiciese venir a esta legión de Asia a través del Gran San Bernardo;
es imposible que se la llamase de Asia para venir a apaciguar una
sedición en las Galias, un año después de haber sido reprimida; no es
menos imposible que se degollase a seis mil infantes y siete mil
soldados de a caballo en un desfiladero en que doscientos hombres
podrían detener a todo un ejército. La relación de esta pretendida
carnicería empieza con una impostura evidente: «Cuando la tierra gemía
bajo la tiranía de Diocleciano, el cielo se poblaba de mártires.» Pues
bien, esta aventura, como se ha dicho, se supone haber sucedido en el
año 286, época en que Diocleciano favorecía más a los cristianos y en
que el imperio romano fue más feliz. Finalmente, lo que debiera
ahorrarnos estas discusiones es que jamás existió tal legión tebana: los
romanos eran demasiado orgullosos y demasiado sensatos para formar una
legión con aquellos egipcios que Roma sólo utilizaba como esclavos,
Verna Canopi: sería como si hubiesen tenido una legión judía. Poseemos
los nombres de las treinta y dos legiones que constituían las
principales fuerzas del imperio romano; es indiscutible que la legión
tebana no figura entre ellas. Arrinconemos, por lo tanto, este cuento
junto con los versos acrósticos de las sibilas que predecían los
milagros de Jesucristo y con tantas invenciones como un falso celo
prodigó para engañar a los crédulos.
CAPÍTULO X
Del peligro de las falsas leyendas y de la persecución
La mentira ha embaucado demasiadas veces a los hom
bres; ya es tiempo de que se conozcan las pocas verdades que se pueden
descubrir a través de esas nubes de fábulas que cubren la historia
romana desde Tácito y Suetonio y que casi siempre han envuelto los
anales de las demás naciones de la antigüedad.
¿Cómo se puede creer, por ejemplo, que los romanos,
ese pueblo grave y severo del que hemos recibido nuestras leyes,
condenasen a unas vírgenes cristianas, a unas hijas de familias de
calidad, a la prostitución? Es conocer muy mal la austera dig nidad de
nuestros legisladores que tan severamente castigaban las flaquezas de
las vestales. Los Hechos sinceros de Ruinart cuentan esas ignominias,
pero ¿debemos dar el mismo crédito a los Hechos de Ruinart que a los
Hechos de los Apóstoles? Dichos Hechos sinceros cuentan, según Jean de
Bolland, que había en la ciudad de Ancira siete vírgenes cristianas, de
unos setenta años cada una, a las que el gobernador condenó a pasar por
las manos de los jóvenes de la ciudad; pero que habiendo sido
respetadas dichas vírgenes, como es natural, las obligó a servir
desnudas en los misterios de Diana, a los que sin embargo no se asistía
nunca más que con un velo. San Teodoto, que, a decir verdad, era
tabernero, pero que no por eso tenía menos celo, pidió ardientemente a
Dios que se dignase hacer morir a aquellas santas doncellas, temeroso
de que pudieran sucumbir a la tentación. Dios le escuchó; el gobernador
las hizo arrojar a un lago con una piedra al cuello: se le aparecieron
poco después a Teodoto y le pidieron que no consintiese que sus cuerpos
fuesen comidos por los peces: tales fueron sus propias palabras.
El santo tabernero y sus compañeros fueron por la noche a la orilla
del lago, guardada por soldados; una antorcha celeste caminó todo el
tiempo delante de ellos y cuando llegaron al lugar en que estaba la
guardia, un jinete celeste, armado de pies a cabeza, persiguió a los
soldados lanza en ristre. San Teodoto sacó del lago los cuerpos de las
vírgenes: fue llevado ante el gobernador; y el jinete celeste no impidió
que se le cortase la cabeza. No cesamos de repetir que veneramos a los
verdaderos mártires, pero que es difícil creer esta historia de Bolland
y Ruinart.
¿Hay que relatar aquí el cuento del joven san Romano? Se le arrojó al
fuego, dice Eusebio, y los judíos que se hallaban presentes insultaron a
Jesucristo por permitir que fuese quemado uno de sus confesores, cuando
Dios había sacado del horno ardiente a Sidrach, Misach y Abdenago.
Apenas hubieron hablado los judíos cuando san Romano salió triunfante
de la hoguera: el emperador ordenó que se le perdonase y dijo al juez
que no quería tener ninguna discusión con Dios; ¡extrañas palabras en
boca de Diocleciano! El juez, a pesar de la indulgencia del emperador,
ordenó que se le cortase la lengua a san Romano y, aunque disponía de
verdugos, hizo ejecutar la operación por un médico. El joven Romano,
tartamudo de nacimiento, habló con fluidez desde que le fue cortada la
lengua. El médico recibió una reprimenda, y para demostrar que la
operación había sido hecha según las reglas del arte, asió a alguien que
por allí pasaba y le cortó exactamente la misma cantidad de lengua que
había cortado a san Romano, a consecuencia de lo cual aquel individuo
murió al momento: porque, añade sabiamente el autor, la anatomía nos
enseña que un hombre sin lengua no puede vivir. En verdad, si Eusebio ha
escrito tales bobadas, si no han sido añadidas a sus escritos, ¿qué
credulidad se puede prestar a su Historia?
Se nos cuenta el martirio de santa Felicidad y sus siete hijos,
enviados a la muerte, se dice, por el sabio y viejo Antonino, sin
nombrar al autor del relato.
Es muy verosímil que algún autor con más celo que veracidad haya
querido imitar la historia de los Macabeos. El relato empieza de esta
suerte: «Santa Felicidad era romana, vivía bajo el reinado de Antonino»;
queda claro, con estas palabras, que el autor no era contemporáneo de
santa Felicidad. Dice que el pretor los juzgó en su tribunal del Campo
de Marte; pero el prefecto de Roma tenía su tribunal en el Capitolio y
no en el Campo de Marte, que, después de haber servido para celebrar los
comicios, se utilizaba entonces para la revista de los soldados, las
carreras y los juegos militares: sólo esto demuestra la falsedad.
Se dice también que después del juicio el emperador encomendó a
varios jueces la misión de ejecutar la sentencia: lo cual es totalmente
contrario a las formalidades de aquellos tiempos y a las de todas las
épocas.
Hay igualmente un san Hipólito al que se supone arrastrado por
caballos, como Hipólito, el hijo de Teseo. Este suplicio no fue conocido
jamás de los antiguos romanos y la mera similitud del nombre ha hecho
inventar la fábula.
Obsérvese también que en los relatos de los mártires, compuestos
únicamente por los mismos cristianos, vemos casi siempre una multitud
de cristianos que acuden con toda libertad a la cárcel del condenado, le
acompañan al suplicio, recogen su sangre, entierran su cuerpo, y hacen
milagros con las reliquias. Si sólo se hubiese perseguido a la
religión, ¿no se habría inmolado a aquellos cristianos que asistían a
sus hermanos condenados y a los que se acusaba de hacer encantamientos
con los restos de los cadáveres martirizados? ¿No se les habría tratado
como nosotros hemos tratado a los valdenses, a los albigenses, a los
husitas, a las diversas sectas de los protestantes? Los hemos degollado,
quemado en masa, sin distinción de edad ni sexo. ¿Existe, en las
relaciones comprobadas de las antiguas persecuciones, un solo rasgo que
se aproxime a la noche de San Bartolomé y a las matanzas de Irlanda?
¿Existe uno sólo que se parezca a la fiesta anual que se celebra
todavía en Toulouse, fiesta cruel, fiesta que para siempre debería ser
suprimida, en la que todo un pueblo da gracias a Dios en procesión y se
congratula de haber degollado, hace doscientos años, a cuatro mil de sus
conciudadanos?
Lo digo con horror, pero con sinceridad; ¡somos nosotros,
cristianos, los que hemos sido perseguidores, verdugos, asesinos! ¿Y de
quién? De nuestros hermanos. Somos nosotros los que hemos destruido
cien ciudades, con el crucifijo o la Biblia en la mano y que no hemos
cesado de derramar sangre y encender hogueras, desde el reinado de
Constantino hasta los furores de los caníbales que habitaban los
Cevennes: furores que, gracias al Cielo, ya no existen hoy.
Todavía enviamos al cadalso a pobres gentes del Poitou, del
Vivarais, de Valence, de Montauban. Hemos ahorcado, desde 1745, a ocho
individuos de esos que llaman predicantes o ministros del Evangelio, que
no habían cometido más crimen que haber rezado a Dios en dialecto y
haber dado un sorbo de vino y un pedazo de pan con levadura a algunos
campesinos pobres de espíritu. Nada se sabe de esto en París, donde el
placer es la única cosa importante, donde se ignora todo lo que sucede
en provincias y en el extranjero. Estos procesos se juzgan en una hora y
con más rapidez que se sentencia a un desertor. Si el rey estuviera
enterado aplicaría su gracia.
No se trata así a los sacerdotes católicos en ningún país
protestante. Hay más de cien sacerdotes católicos en Inglaterra e
Irlanda; se les conoce, se les ha dejado vivir tranquilamente durante la
última guerra.
¿Seremos siempre los últimos en adoptar las sanas opiniones de las
demás naciones? Ellas se han corregido, ¿cuándo nos corregiremos
nosotros? Se ha necesitado sesenta años para hacernos adoptar lo que
Newton[RC31] había demostrado; apenas empezamos a osar salvar la vida de
nuestros hijos por la inoculación[RC32] ; sólo practicamos desde
hace poco tiempo los verdaderos principios de la agricultura: ¿cuándo
empezaremos a practicar los verdaderos principios del humanitarismo? ¿Y
con qué cara podemos reprochar a los paganos haber hecho tantos
mártires cuando nosotros hemos sido culpables de la misma crueldad y
en las mismas circunstancias?
Concedamos que los romanos han hecho perecer a una multitud de
cristianos sólo por su religión; en este caso los romanos han sido muy
condenables. ¿Querríamos nosotros cometer la misma injusticia? Y cuando
les reprochamos sus persecuciones, ¿querríamos ser también nosotros
perseguidores?
Si existiese alguien lo bastante carente de buena fe o lo bastante
fanático para decir aquí: ¿por qué venir a poner en evidencia nuestros
errores y nuestras faltas? ¿Por qué destruir nuestros falsos milagros y
nuestras falsas leyendas? Son el alimento de la piedad de muchas
personas; hay errores necesarios; no extirpemos del cuerpo una úlcera
inveterada que arrastraría con ella la destrucción del cuerpo, he aquí
lo que le contestaría:
Todos esos falsos milagros con los que hacéis tambalearse la fe que
se debe a los verdaderos, todas esas leyendas absurdas que añadís a las
verdades del Evangelio, extinguen la religión en las almas; demasiadas
personas que quieren instruirse y que no tienen tiempo de hacerlo lo
suficiente, dicen: «Los maestros de mi religión me han engañado: no hay
por lo tanto religión; es preferible echarse en brazos de la naturaleza
que en los del error; prefiero depender de la ley natural que de las
invenciones de los hombres.» Otros tienen la desgracia de ir aún más
lejos: ven que la impostura les ha puesto un freno y no quieren ni
siquiera el freno de la verdad, inclinándose hacia el ateísmo; nos
volvemos depravados porque otros han sido trapaceros y crueles.
He aquí ciertamente las consecuencias de todos los fraudes piadosos y
de todas las supersticiones. Por lo general, los hombres sólo razonan a
medias: es un argumento muy malo decir: Voragine, el autor de La
leyenda dorada, y el jesuita Ribadeneyra, compilador de Flos Sanctorum,
no han dicho más que tonterías: por lo tanto, no hay Dios; los católicos
han degollado una cierta cantidad de hugonotes y los hugonotes, a su
vez, han asesinado a cierta cantidad de católicos: por lo tanto, no hay
Dios; se ha utilizado la confesión, la comunión y todos los sacramentos
para cometer los crímenes más horribles: por lo tanto, no hay Dios. Yo
llegaría a una conclusión distinta: por lo tanto, hay un Dios que,
después de esta vida pasajera, en la que tanto le hemos desconocido y
tantos crímenes hemos cometido en su nombre, se dignará consolarnos de
tan horribles desgracias: porque si consideramos las guerras de
religión, los cuarenta cismas de los papas, que casi todos han sido
sangrientos; las imposturas, que casi todas han sido funestas; los odios
irreconciliables encendidos por las divergencias de opiniones; si
vemos todos los males que ha producido el falso celo, los hombres han
tenido mucho tiempo su infierno en esta vida.
CAPÍTULO X
I
Abusos de la intolerancia
¡Pero cómo! ¿Le será permitido a cada ciudadano no
creer más que a su razón y pensar lo que esta razón, acertada o
equivocada, le dictará? Es preciso[RC33] , con tal de que no perturben
el orden: porque no depende del hombre creer o no creer, pero sí depende
de él respetar las costumbres de su patria; y si dijeseis que es un
crimen no creer en la religión dominante, acusaríais por lo tanto a los
primeros cristianos, vuestros padres, y justificaríais a aquellos que
acusáis de haberlos sometido a suplicio.
Me respondéis que la diferencia es grande, que todas las religiones
son obra de los hombres y que sólo la Iglesia católica, apostólica y
romana es obra de Dios. Pero, hablando con sinceridad, porque nuestra
religión es divina ¿debe reinar por medio del odio, de la furia, de los
destierros, del despojo de bienes, de las cárceles, de las torturas, de
los asesinatos y de las acciones de gracias dadas a Dios por tales
asesinatos? Cuanto más divina es la religión cristiana, menos le
corresponde al hombre imponerla; si Dios la ha hecho, Dios la sostendrá
sin vosotros. Sabéis que la intolerancia sólo produce hipócritas o
rebeldes: ¡qué funesta alternativa! Finalmente, ¿querríais sostener por
medio de verdugos la religión de un Dios al que unos verdugos hicieron
perecer y que sólo predicó dulzura y paciencia?
Mirad, os lo ruego, las espantosas consecuencias del derecho de la
intolerancia. Si estuviese permitido despojar de sus bienes, de arrojar a
mazmorras, de dar muerte a un ciudadano que en tal grado de latitud no
profesase la religión admitida en dicho grado, ¿qué excepción eximiría a
los primeros del Estado de las mismas penas? La religión obliga por
igual al monarca y a los mendigos: por eso más de cincuenta doctores o
monjes han hecho esta afirmación monstruosa de que estaba permitido
deponer, matar a los soberanos que no pensasen como la Iglesia
dominante; y los parlamentos del reino no han cesado de proscribir esas
abominables decisiones de unos abominables teólogos.
Todavía estaba caliente la sangre de Enrique el Grande, cuando el
parlamento de París firmó un decreto que establecía la independencia de
la corona como una ley fundamental. El cardenal Duperron, que debía la
púrpura a Enrique el Grande, se alzó en los estados[RC34] de 1614 contra
el decreto del parlamento, y lo hizo suprimir. Todos los diarios de la
época relatan los términos de que se sirvió Duperron en sus arengas:
«Si un príncipe se hiciese arriano -dijo-, se estaría en la obligación
de deponerlo.»
Seguro que no, señor cardenal. No tenemos inconveniente en adoptar
vuestra quimérica suposición de que uno de nuestros reyes, habiendo
leído las historias de los concilios y de los santos padres,
impresionado además por estas palabras: Mi padre es más grande que
yo[RC35] , tomándolas demasiado al pie de la letra y dudando entre el
concilio de Nicea y el de Constantinopla, se declarase en favor de
Eusebio de Nicomedia: no obedecería por ello menos a mi rey, y no me
creería menos ligado por el juramento que le he hecho; y si osaseis
alzaros contra él y yo fuese uno de vuestros jueces, os declararía
criminal de lesa majestad.
Duperron llevó más lejos la discusión y yo la resumo. Éste no es el
lugar para profundizar esas quimeras indignantes; me limitaré a decir,
con todos los ciudadanos, que no es porque Enrique IV fuese coronado en
Chartres por lo que se le debía obediencia, sino porque el derecho
indiscutible del nacimiento daba la corona a aquel príncipe, que la
merecía por su valor y su bondad.
Sea por lo tanto permitido decir que todo ciudadano debe heredar,
por el mismo derecho, los bienes de su padre, y que no se ve que merezca
ser privado de ellos y ser llevado al cadalso por compartir la opinión
de Ratram contra Pascasio Tarberto y la de Bérenger contra Duns Escoto.
Sabido es que todos nuestros dogmas no han sido siempre claramente
explicados y universalmente aceptados en nuestra Iglesia. Al no habernos
dicho Jesucristo de quién procedía el Espíritu Santo, la Iglesia latina
creyó mucho tiempo con la griega que sólo procedía del Padre:
finalmente añadió al símbolo que procedía también del Hijo. Me pregunto
si, al día siguiente de esta decisión, un ciudadano que se hubiera
atenido al símbolo de la víspera habría sido merecedor de la muerte.
¿La crueldad, la injusticia, serían menos grandes castigando hoy día al
que pensase como se pensaba en otros tiempos? ¿Se era culpable, en
tiempo de Honorio I, por creer que Jesús no tenía más que dos
voluntades?
No hace mucho tiempo que se ha establecido el dogma de la inmaculada
concepción: los dominicos todavía no creen en él. ¿En qué tiempos los
dominicos empezarán a merecer penas en este mundo y en el otro?
Si debemos aprender de alguien a comportarnos en nuestras
interminables disputas, es ciertamente de los apóstoles y de los
evangelistas. Había motivos para provocar un cisma violento entre san
Pablo y san Pedro. Pablo dice expresamente en su Epístola a los Gálatas
que resistió frente a Pedro porque Pedro era reprensible, porque
empleaba el disimulo lo mismo que Bernabé, porque comían con los
gentiles antes de la llegada de Santiago y que luego se retiraron
secretamente y se separaron de los gentiles ante el temor de ofender a
los circuncisos. «Vi, añade, que no andaban derechos según el Evangelio:
dije a Cefas: "Si tú, judío, vives como los gentiles y no como los
judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?»
Era éste un tema de violenta disputa. Se trataba de saber si los
nuevos cristianos judaizarían o no. San Pablo llegó incluso en aquel
tiempo a ofrecer sacrificios en el templo de Jerusalén. Es sabido que
los quince primeros obispos de Jerusalén fueron judíos circuncisos, que
observaban el sábado y se abstenían de las carnes prohibidas. Un obispo
español o portugués que se hiciese circuncidar y observase el sábado,
¿sería quemado en auto de fe? Sin embargo, la paz no fue alterada por
este asunto fundamental, ni entre los apóstoles ni entre los primeros
cristianos.
Si los evangelistas se hubiesen parecido a los escritores modernos,
tendrían un campo muy vasto para luchar unos contra otros. San Mateo
cuenta veintiocho generaciones desde David hasta Jesús; san Lucas cuenta
cuarenta y una y dichas generaciones son totalmente distintas. No se
observa, sin embargo, que surja ninguna disensión entre los discípulos
por estas contradicciones aparentes, muy bien conciliadas por varios
Padres de la Iglesia. La caridad no fue ofendida, la paz se conservó.
¡Qué mayor lección para que nos toleremos en nuestras disputas y nos
humillemos en todo aquello que no entendemos!
San Pablo en su Epístola a algunos judíos de Roma convertidos al
cristianismo, emplea todo el final del tercer capítulo en decir que sólo
la fe glorifica y que las obras no justifican a nadie. Santiago, por el
contrario, en su Epístola a las doce tribus dispersas por toda la
tierra (capítulo II), no cesa de decir que no se puede ser salvado sin
las obras. He aquí lo que ha separado a dos grandes comuniones entre
nosotros y que en nada separó a los apóstoles.
Si la persecución contra aquellos con los que disputamos fuese una
acción santa, hay que confesar que aquel que hubiese hecho matar más
herejes sería el mayor santo del paraíso. ¿Qué papel haría en él un
hombre que se hubiese contentado con despojar a sus hermanos y
arrojarlos en mazmorras, ante un individuo lleno de celo que hubiese
dado muerte a centenares de ellos la noche de San Bartolomé? He aquí la
prueba.
El sucesor de san Pedro y su consistorio no pueden equivocarse;
aprobaron, celebraron, consagraron la acción de San Bartolomé; por lo
tanto, aquella acción era santa; por lo tanto, de dos asesinos iguales
en piedad, aquel que hubiese despanzurrado a veinticuatro mujeres
preñadas hugonotas debe ser elevado en gloria el doble que aquel que
sólo hubiese despanzurrado a doce. Por la misma razón, los fanáticos de
los Cevennes debían creer que serían elevados en gloria en proporción
con el número de sacerdotes, religiosos y mujeres católicas que
hubiesen degollado. Extraños títulos son éstos para merecer la gloria
eterna.
CAPÍTULO X
II
De si la intolerancia fue de derecho divino en el judaísmo, y si siempre fue puesta en práctica
Se llama, creo, derecho divino a los preceptos que
Dios ha dado por sí mismo. Quiso que los judíos comiesen un cordero
guisado con lechugas y que los comensales lo comiesen de pie, con un
báculo en la mano, en conmemoración de la Pascua judía[RC36] ;
ordenó que la consagración del Sumo Sacerdote se hiciese poniendo
sangre en su oreja derecha, en su mano derecha y en su pie derecho[RC37]
, costumbres extraordinarias para nosotros, pero no para la antigüedad;
quiso que se cargase al chivo expiatorio con las iniquidades del
pueblo; prohibió comer peces sin escamas, cerdos, liebres, erizos,
búhos, grifos, ixiones, etc.[RC38]
Instituyó las fiestas, las ceremonias. Todas aquellas cosas que
parecían arbitrarias a las demás naciones y que sometidas al derecho
positivo, al uso, eran condenadas por el mismo Dios, se convertían en un
derecho divino para los judíos, como todo lo que Jesucristo, hijo de
María, hijo de Dios, nos ha ordenado, es de derecho divino para
nosotros.
Guardémonos de buscar aquí por qué Dios ha sustituido por una ley
nueva la que había dado a Moisés y por qué ordenó a Moisés más cosas que
al patriarca Abraham, y más a Abraham que a Noé. Parece que se digne
adaptarse a los tiempos y la población del género humano: es una
gradación paternal; pero esos abismos son demasiado profundos para
nuestra débil vista. Mantengámonos en los límites de nuestro tema;
veamos en primer lugar en qué consistía la intolerancia entre los
judíos.
Es cierto que en el Éxodo, en los Números, en el Levítico, en el
Deuteronomio hay leyes muy severas sobre el culto y castigos aún más
severos. A varios comentaristas les ha costado mucho trabajo conciliar
los relatos de Moisés con los pasajes de jeremías y de Amós y con el
célebre discurso de san Esteban, transcrito en los Hechos de los
Apóstoles. Amós dice que los judíos adoraron siempre en el desierto a
Moloch, Rempham y Kium. Jeremías dice expresamente que Dios no pidió
ningún sacrificio a sus padres cuando salieron de Egipto [Jeremías, VII,
221. San Esteban en su discurso a los judíos se expresa así: «Adoraron
al ejército del cielo; no ofrecieron ni sacrificios ni hostias en el
desierto durante cuarenta años; llevaron el tabernáculo del dios Moloch
y el astro de su dios Rempham» [Hechos, VII, 42-43].
Otros críticos infieren del culto a tantos dioses extranjeros que
tales dioses fueron tolerados por Moisés y citan como prueba estas
palabras del Deuteronomio: «Cuando estéis en la tierra de Canaán no
haréis como hacemos hoy en que cada uno hace lo que le parece»
[Deuteronomio, XII, 8].
Apoyan su opinión en el hecho de que no se hable de ningún acto
religioso del pueblo en el desierto: ninguna celebración de Pascua,
ninguna de Pentecostés, ninguna mención de que se haya celebrado la
fiesta de los tabernáculos, ninguna plegaria pública establecida; en
fin, la circuncisión, aquel sello de la alianza de Dios con Abraham, no
fue practicada en absoluto.
También se prevalen de la historia de Josué. Aquel conquistador
dijo a los judíos: «Se os da la opción: escoged el partido que os
plazca, o adorar a los dioses a los que habéis servido en la tierra de
los amorreos, o a aquellos que habéis reconocido en Mesopotamia.» El
pueblo responde: «No será así, serviremos a Adonai.» Josué les replicó:
«Habéis escogido vosotros mismos; quitad de entre vosotros a los dioses
extranjeros» [Josué, XXIV, 15 y ss.]. Habían pues tenido
indiscutiblemente otros dioses en tiempos de Moisés además de Adonai.
Es completamente inútil refutar aquí a los críticos que creen que el
Pentateuco no fue escrito por Moisés; todo ha sido dicho desde hace
mucho tiempo sobre esta materia; y aunque alguna pequeña parte de los
libros de Moisés hubiese sido escrita en tiempos de los jueces o de los
pontífices, no serían menos inspirados ni menos divinos.
Es suficiente, me parece, que sea demostrado por las Sagradas
Escrituras que, a pesar del castigo extraordinario que atrajo sobre los
judíos el culto a Apis, conservaron durante mucho tiempo una libertad
completa e incluso tal vez la matanza que hizo Moisés de veintitrés mil
hombres a causa del becerro erigido por su hermano le hizo comprender
que nada se gana con el rigor y se vio obligado a cerrar los ojos sobre
la inclinación del pueblo hacia los dioses extranjeros.
Él mismo parece transgredir muy pronto la ley que ha dictado. Ha
prohibido todo simulacro y sin embargo erige una serpiente de bronce.
La misma excepción a la ley se encuentra más tarde en el templo de
Salomón: aquel príncipe hace esculpir doce bueyes que sostienen el gran
estanque del templo; se colocan unos querubines en el arca; tienen una
cabeza de águila y una de becerro; es, probablemente, esta cabeza de
becerro mal hecha, encontrada en el templo por los soldados romanos, lo
que hizo creer durante mucho tiempo que los judíos adoraban a un burro.
En vano se prohibe el culto a los dioses extranjeros; Salomón es
tranquilamente idólatra. Jeroboam, a quien Dios dio diez partes del
reino, manda erigir dos becerros de oro, y reina veintidós años
acumulando las dignidades de monarca y pontífice. El pequeño reino de
Judá levanta bajo Roboam altares extranjeros y estatuas. El santo rey
Asa no destruye aquellos altares. El gran sacerdote Urías erige en el
templo, en el lugar del altar de los holocaustos, un altar al rey de
Siria. No se ve, en una palabra, ninguna obligación respecto a religión.
Sé que la mayor parte de los reyes judíos se exterminaron, se
asesinaron unos a otros; pero siempre fue por sus intereses, no por sus
creencias.
Es verdad que entre los profetas hubo algunos que hicieron
intervenir al cielo en su venganza: Elías hizo bajar el fuego celeste
para consumir a los sacerdotes de Baal; Eliseo hizo surgir unos osos
para devorar a cuarenta y dos niños que le habían llamado cabeza calva;
pero son milagros raros y hechos que sería un poco duro pretender
imitar.
Se nos objeta también que el pueblo judío fue muy ignorante y muy
bárbaro. Se dice que en la guerra que hizo a los madianitas, Moisés
ordenó matar a todos los niños varones y a todas las madres y repartir
el botín. Los vencedores encontraron en el campo seiscientas setenta y
cinco mil ovejas, setenta y dos mil bueyes, setenta y un mil asnos y
treinta y dos mil muchachas; se repartieron ese botín y mataron el
resto. Varios comentaristas pretenden incluso que treinta y dos
muchachas fueron inmoladas al Señor: «Cesserunt in partem Domini
triginta duae animae» [Números, XXXI, 40].
En efecto, los judíos inmolaban hombres a la Divinidad, como lo
demuestra el sacrificio de Jefté y el rey Agag despedazado por el
sacerdote Samuel. El propio Ezequiel les promete, para animarles, que
comerán carne humana. «Comeréis -dice- caballo y caballero; beberéis la
sangre de los príncipes» [Ezequiel, XXXIX, 20,18]. Varios comentaristas
aplican dos versículos de esta profecía a los mismos judíos y los otros
a los animales carniceros. No se encuentra en toda la historia de este
pueblo ningún rasgo de generosidad, de magnanimidad, de bondad; pero
siempre, de la nube de esa barbarie, se escapan destellos de una
tolerancia universal.
Jefté, inspirado de Dios y a quien inmoló su hija, dice a los
amonitas: «Aquello que vuestro dios Chamos os ha dado ¿no os pertenece
de derecho? Aceptad por lo tanto que nosotros tomemos la tierra que
nuestro Dios nos ha prometido.» Esta declaración es concreta: puede
llevar muy lejos; pero al menos es una prueba evidente de que Dios
toleraba a Chamos. Porque la Sagrada Escritura no dice: creéis tener
derecho sobre las tierras que decís que os fueron donadas por el dios
Chamos; dice efectivamente: «Tenéis derecho, tibi jure debentur»; que
es el verdadero sentido de las palabras hebraicas Otho thirasch [Jueces,
XI, 241.
La historia de Michas y el levita, que se cuenta en los capítulos
XVII y XVIII del libro de los jueces, es también una prueba indiscutible
de la tolerancia y de la libertad más grande, admitida entonces entre
los judíos. La madre de Michas, mujer muy rica de Efraim, había perdido
mil cien monedas de plata; su hijo se las devolvió; ella ofreció aquel
dinero al Señor e hizo hacer con él ídolos; construyó incluso una
pequeña capilla. Un levita se ocupó de aquella capilla por diez monedas
de plata, una túnica y un abrigo anuales y la comida; y Michas exclamó:
«Ahora es cuando Dios me concederá beneficios, puesto que tengo en mi
casa un sacerdote de la raza de Leví» [Jueces, XVII, último versículo].
Pero seiscientos hombres de la tribu de Dan, que pretendían
apoderarse de algún pueblo de la región para establecerse en él, que no
tenían ningún sacerdote levita y lo necesitaban para que Dios
favoreciese su empresa, fueron a la casa de Michas y se apoderaron de su
túnica sacerdotal, de sus ídolos y de su levita a pesar de las
protestas de aquel sacerdote y de los gritos de Michas y su madre.
Entonces fueron, confiados, a atacar al pueblo llamado Lais, que
pasaron a sangre y fuego según su costumbre. Dieron a Lais el nombre de
Dan, en conmemoración de su victoria; colocaron el ídolo de Michas en
un altar; y, lo que es más notable, Jonatán, nieto de Moisés, fue el
gran sacerdote de aquel templo en el que se adoraba al Dios de Israel y
al ídolo de Michas.
Después de la muerte de Gedeón, los hebreos adoraron a Baal-berit
durante cerca de veinte años y renunciaron al culto a Adonai, sin que
ningún jefe, ningún juez, ningún sacerdote clamase venganza. Su crimen
era grande, lo confieso; pero si incluso aquella idolatría fue
tolerada, ¡hasta qué punto debieron serlo también indudablemente las
diferencias dentro del verdadero culto!
Algunos dan como prueba de intolerancia que el Mismo Señor, después
de permitir que los filisteos se apoderasen de su arca en un combate, no
los castigó más que dándoles una enfermedad secreta parecida a las
hemorroides, derribando la estatua de Dagón y enviando una multitud de
ratas a sus campos; pero cuando los filisteos, para apaciguar su cólera,
devolvieron el arca tirada por dos vacas que amamantaban a sus terneros
y ofrecieron a Dios cinco ratas de oro y cinco asnos de oro, el señor
hizo morir a setenta ancianos de Israel y a cincuenta mil hombres del
pueblo por haber mirado el arca. A esto se responde que el castigo del
Señor no recae sobre una creencia, una diferencia en el culto ni ninguna
idolatría.
Si el Señor hubiese querido castigar la idolatría habría hecho
perecer a todos los filisteos que osaron apoderarse de su arca y que
adoraban a Dagón; pero hizo perecer a cincuenta mil setenta hombres de
su pueblo por haber mirado el arca que no debían mirar: a tal punto las
leyes, las costumbres de aquel tiempo, la economía judaica difieren de
todo lo que conocemos; a tal punto los caminos inescrutables de Dios se
hallan por encima de los nuestros. «El rigor ejercido -dice el juicioso
dom Calmet- contra esa gran cantidad de hombres no parece excesivo más
que a aquellos que no han comprendido hasta qué punto Dios quería ser
temido y respetado por su pueblo y que sólo juzgan las intenciones y
los designios de Dios siguiendo las débiles luces de su razón.»
Dios por lo tanto no castiga un culto extranjero, sino una
profanación del suyo, una curiosidad indiscreta, una desobediencia, tal
vez incluso un espíritu levantisco. Se comprende perfectamente que
tales castigos sólo corresponden a Dios en la teocracia judaica. No nos
cansaremos de repetir que aquellos tiempos y aquellas costumbres no
tienen la menor relación con los nuestros.
En fin, cuando en los siglos posteriores, Naaman el idólatra
preguntó a Elíseo si le estaba permitido seguir a su rey al templo de
Remnon, y adorarle allí con él, aquel mismo Elíseo que había hecho
devorar a unos niños por osos, ¿acaso no le contestó: Ve en paz? [IV,
Reyes, V, 18 y 19].
Aún hay más: el Señor ordenó a Jeremías que se pusiese unas cuerdas
en el cuello, collares, yugos y que se los enviase a los reyezuelos o
melchim de Moab, de Ammon, de Edom, de Tiro, de Sidón; y Jeremías les
dice de parte del Señor: «He dado todas vuestras tierras a
Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi servidor» [Jeremías, XXVII, 6]. He
aquí un rey idólatra declarado servidor de Dios y su favorito.
El mismo Jeremías al que el melk o reyezuelo judío Sedecías había
hecho encarcelar, habiendo obtenido el perdón de Sedecías, le aconseja,
de parte de Dios, que se rinda al rey de Babilonia: «Si vas a rendirte a
sus oficiales -dice-, tu alma vivirá.» Dios, por lo tanto, toma
finalmente partido a favor de un rey idólatra; le entrega el arca, cuya
mera vista había costado la vida a cincuenta mil setenta judíos; le
entrega el Santo de los Santos y el resto del templo cuya construcción
había costado ciento ocho mil talentos de oro, un millón diecisiete mil
talentos de plata y diez mil dracmas de oro, dejados por David y sus
dignatarios para la construcción de la casa del Señor: lo que, sin
contar los denarios empleados por Salomón, asciende a la suma de
diecinueve mil millares de millones, o algo parecido, en la moneda de
nuestros días. Jamás la idolatría fue más recompensada. Sé que estas
cuentas son exageradas, que existe probablemente error del copista;
pero reducid la cantidad a la mitad, a la cuarta, incluso a la octava
parte, aún os asombrará. No se queda uno menos sorprendido de las
riquezas que Herodoto dice haber visto en el templo de Éfeso. En fin,
los tesoros no son nada a los ojos de Dios y el nombre de su servidor,
dado a Nabucodonosor, es el verdadero tesoro inestimable.
Dios no favorece menos al Kir, o Koresh, o Kosroes al que llamamos
Ciro; le llama su cristo, su ungido [Isaías, XLIV-XLV], aunque jamás fue
ungido según el común significado de esta palabra, y profesó la
religión de Zoroastro; le llama su pastor, aunque fue usurpador ante los
ojos de los hombres: no existe en todas las Sagradas Escrituras una
prueba más grande de predilección.
Podemos ver en Malaquías [Malaquías, I, 11] que «desde levante a
poniente el nombre de Dios es grande en las naciones y que en todas
partes se le ofrecen oblaciones puras». Dios cuida de los ninivitas
idólatras lo mismo que de los judíos; los amenaza, los perdona.
Melquisedec, que no era judío, era sacrificador de Dios. Balaam,
idólatra, era profeta. Las escrituras nos enseñan, pues, que no
solamente Dios toleraba a todos los otros pueblos, sino que tenía para
ellos cuidados paternales; ¡y osamos ser intolerantes!
CAPÍTULO X
III
De la extrema tolerancia de los judíos
Así pues, bajo Moisés, bajo los jueces, bajo los
reyes, vemos siempre ejemplos de tolerancia. Aún más: Moisés dice varias
veces que «Dios castiga a los padres en los hijos hasta la cuarta
generación» [Éxodo, XX, 5]; esta amenaza era necesaria en un pueblo al
que Dios no había revelado ni la inmortalidad del alma, ni las penas, ni
las recompensas en la otra vida. Estas verdades no le fueron anunciadas
ni en el Decálogo, ni en ninguna ley del Levítico ni del Deuteronomio.
Eran dogmas de los persas, de los babilonios, de los egipcios, de los
griegos, de los cretenses; pero no constituían en modo alguno la
religión de los judíos. Moisés no dice: «Honra a tu padre y a tu madre
si quieres ir al cielo»; sino: «Honra a tu padre y a tu madre para que
vivas mucho tiempo en la tierra» [Deuteronomio, V, 16]. Sólo los amenaza
con males corporales, con la sarna seca, con la sarna purulenta, con
úlceras malignas en las rodillas y en las pantorrillas, con verse
expuestos a la infidelidad de sus mujeres, con tomar prestado con usura a
los extranjeros y no poder prestar con usura; con morir de hambre y
verse obligados a comerse a sus propios hijos; pero en ninguna parte les
dice que sus almas inmortales sufrirán tormentos después de la muerte o
gozarán de la felicidad. Dios, que conducía él mismo a su pueblo, le
castigaba o le recompensaba inmediatamente después de sus buenas o
malas acciones. Todo era temporal y es ésta una verdad de la que abusa
Warburton para demostrar que la ley de los judíos era divina: porque
siendo el mismo Dios su rey el que hacía justicia inmediatamente
después de la transgresión o la desobediencia, no tenía necesidad de
revelarles una doctrina que reservaba para los tiempos en que ya no
gobernaría a su pueblo. Aquellos que, por ignorancia, pretenden que
Moisés enseñaba la inmortalidad del alma, quitan al Nuevo Testamento una
de sus mayores ventajas sobre el Antiguo. Consta que la ley de Moisés
sólo anunciaba castigos temporales hasta la cuarta generación. Sin
embargo, a pesar del enunciado exacto de esa ley, a pesar de esa
declaración expresa de Dios de que castigaría hasta la cuarta
generación, Ezequiel anuncia todo lo contrario a los judíos y les dice
que el hijo no llevará la iniquidad de su padre; llega incluso a hacer
decir a Dios que les había dado «preceptos que no eran buenos»
[Ezequiel, XX, 25].
El libro de Ezequiel no dejó por ello de ser incluido en el canon de
los autores inspirados por Dios: es cierto que la sinagoga no permitía
su lectura hasta la edad de treinta años, como nos dice san Jerónimo;
pero era por temor a que la juventud abusase de las pinturas demasiado
al natural del libertinaje de las dos hermanas Oolla y Ooliba que se
encuentran en los capítulos XVI y XXIII. En una palabra, su libro fue
siempre aceptado, a pesar de su formal contradicción con Moisés.
Finalmente, cuando la inmortalidad del alma fue un dogma aceptado,
lo que probablemente había empezado en los tiempos de la cautividad en
Babilonia, la secta de los saduceos persistió en creer que no había ni
penas ni recompensas después de la muerte y que la facultad de sentir y
de pensar perecía con nosotros, como la fuerza activa, el poder de andar
y digerir. Negaban la existencia de los ángeles. Diferían mucho más de
los demás judíos de lo que difieren los católicos de los protestantes;
no por ello dejaron de permanecer en la comunión de sus hermanos:
incluso hubo sumos sacerdotes de su secta.
Los fariseos creían en la fatalidad[RC39] y en la
metempsicosis[RC40] . Los esenios creían que las almas de los justos
iban a las islas afortunadas y las de los malos a una especie de
Tártaro. No hacían sacrificios; se reunían en una sinagoga particular.
En una palabra, si queremos examinar de cerca el judaísmo, nos
asombrará encontrar la mayor tolerancia en medio de los horrores más
bárbaros. Es una contradicción; es cierto; casi todos los pueblos se
han gobernado por medio de contradicciones. ¡Feliz aquella que aporta
costumbres dulces cuando se tienen leyes sangrientas!
CAPÍTULO X
IV
De si la intolerancia ha sido enseñada por Jesucristo
Veamos ahora si Jesucristo ha establecido leyes
sanguinarias, si ha ordenado la intolerancia, si hizo construir los
calabozos de la Inquisición, si instituyó los verdugos de los autos de
fe.
Sólo hay, si no me equivoco, muy pocos pasajes en los Evangelios de
los que el espíritu de persecución haya podido inferir que la
intolerancia, la coacción, son legítimas. Uno de ellos es la parábola en
la que el reino de los cielos es comparado a un rey que invita a unos
comensales a las bodas de su hijo; dicho monarca les manda decir por sus
servidores: «He matado mis bueyes y mis aves de corral; todo está
listo, venid a las bodas» [Mateo, XXII, 4]. Unos, sin preocuparse de la
invitación, se van a sus casas de campo, otros a sus negocios; otros
ultrajan a los criados del rey y los matan. El rey manda sus ejércitos
contra aquellos asesinos y destruye su ciudad; envía a otros
servidores a los caminos más transitados para que inviten a todo el que
encuentren: habiéndose sentado uno de ellos a la mesa sin haberse
puesto el traje nupcial es cargado de cadenas y arrojado a las tinieblas
exteriores.
Está claro que al no referirse esta alegoría más que al reino de los
cielos, ningún hombre tiene naturalmente el derecho de encadenar o
encerrar en un calabozo al vecino que hubiese venido a cenar a su casa
sin llevar un traje nupcial decente y no conozco en la historia ningún
príncipe que haya hecho ahorcar a un cortesano por semejante cosa; no es
tampoco de temer que cuando el emperador, después de matar a sus aves
de corral, envía a sus pajes a los príncipes del imperio para invitarles
a cenar, dichos príncipes maten a los pajes. La invitación al festín
significa la predicación de la salvación; la matanza de los enviados
del príncipe representa la persecución contra aquellos que predican la
cordura y la virtud.
La otra parábola es la de un particular que invita a sus amigos a
una gran cena y cuando está a punto de sentarse a la mesa envía a sus
criados a avisarles. Uno se excusa alegando que ha comprado una tierra y
va a visitarla: esta excusa no parece válida, ya que nadie va de noche a
ver sus tierras; otro dice que ha comprado cinco pares de bueyes y que
tiene que probarlos: comete el mismo error que el otro, no se prueban
los bueyes a la hora de cenar; un tercero contesta que acaba de casarse y
sin duda su excusa es muy aceptable. El padre de familia, furioso, hace
que vengan a su festín los ciegos y los cojos y viendo que todavía
quedan plazas libres dice a su criado: «Ve a los caminos y a la orilla
de las cercas y obliga a la gente a entrar» [Lucas, XIV, 23].
Es cierto que no se dice expresamente que esta parábola sea una
figuración del reino de los cielos. Se ha abusado demasiado de esas
palabras: Oblígales a entrar; salta a la vista que un solo criado no
puede obligar por la fuerza a toda la gente que encuentra a venir a
cenar a casa de su amo; y además, unos invitados obligados de esta
suerte no harían que el banquete resultase muy agradable. Oblígales a
entrar sólo quiere decir, según los comentaristas más acreditados:
suplicad, conjurad, insistid, obtener. ¿Qué relación, decidme, hay entre
esta súplica y esta cena con la persecución?
Si se toman las cosas al pie de la letra, ¿habrá que ser ciego,
cojo, ser traído a la fuerza, para estar en el seno de la Iglesia? Jesús
dice en la misma parábola: «No deis de cenar ni a vuestros amigos ni a
vuestros parientes ricos»; ¿se ha inferido jamás de ello que no se puede
en efecto cenar con nuestros parientes y amigos en cuanto éstos tengan
alguna fortuna?
Jesucristo, después de la parábola del festín, dice: «Si alguien
viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a sus hermanos, a sus
hermanas e incluso a su propia alma, no puede ser mi discípulo, etc.
Porque, ¿quién de entre vosotros es el que, queriendo construir una
torre, no calcula antes el gasto?» ¿Hay alguien en el mundo lo bastante
desnaturalizado para llegar a la conclusión de que se debe odiar al
padre y a la madre? ¿No se comprende fácilmente que esas palabras
significan: no dudéis entre mí y vuestros seres más queridos?
Se cita el pasaje de san Mateo: «Aquel que no escucha a la Iglesia
será considerado como un pagano y un recaudador de la aduana» [Mateo,
XVIII, 171; esto no quiere decir en modo alguno que se deba perseguir a
los paganos y a los arrendatarios de los derechos del rey: son
maldecidos, es cierto, pero no se les entrega al brazo secular. Lejos
de despojar a esos arrendatarios de ninguna prerrogativa de ciudadano,
se les han concedido los mayores privilegios; es la única profesión
condenada en las Escrituras y es la más favorecida por los gobiernos.
¿Por qué, entonces, no tendríamos para nuestros hermanos caídos en el
error tanta indulgencia como consideración prodigamos a nuestros
hermanos los arrendatarios de la recaudación de contribuciones?
Otro pasaje de que se ha hecho un uso abusivo y equivocado es el de
san Mateo [XXI, 191 y san Marcos [XI, 131 en el que se dice que Jesús,
al sentir hambre una mañana, se acercó a una higuera en la que no
encontró más que hojas, por no ser época de higos: maldijo a la higuera,
que se secó al momento.
Se dan diversas explicaciones de este milagro; ¿pero hay una sola
que pueda autorizar la persecución? Una higuera no ha podido dar higos a
primeros de marzo y ha sido secada: ¿es ésta una razón para hacer que
nuestros hermanos languidezcan de dolor en todas las estaciones del
año?[RC41] Respetemos en las Escrituras todo aquello que puede hacer
surgir dificultades en nuestras mentes curiosas y vanas, pero no
abusemos de ello para ser duros e implacables.
El espíritu persecutor, que de todo abusa, busca también su
justificación en la expulsion de los mercaderes del templo y en la
legión de demonios enviada del cuerpo de un poseso a los cuerpos de dos
mil animales inmundos. ¿Pero quién no ve que esos dos ejemplos no son
otra cosa que la justicia que Dios se digna aplicar a una infracción de
la ley? Era faltar al respeto a la casa del Señor convertir su atrio en
tienda de mercaderes. En vano el sanedrín y los sacerdotes permitían
aquel negocio para la comodidad de los sacrificios: el Dios a quien se
hacían sacrificios podía sin duda, aunque oculto bajo apariencia
humana, destruir aquella profanación; podía de igual modo castigar a los
que introducían en el país rebaños enteros prohibidos por una ley que
él mismo se dignaba observar. Tales ejemplos no tienen la menor relación
con las persecuciones sobre el dogma. Es preciso que el espíritu de
intolerancia se apoye en muy malas razones, ya que busca por todas
partes los más vanos pretextos.
Casi todo el resto de las palabras y los actos de Jesucristo
predican la dulzura, la paciencia, la indulgencia. Es el padre de
familia que recibe al hijo pródigo; es el obrero que llega a última
hora y es pagado igual que los otros; es el samaritano caritativo; él
mismo justifica a sus discípulos por no ayunar; perdona a la pecadora;
se contenta con recomendar fidelidad a la mujer adúltera; se digna
incluso tomar parte en el inocente regocijo de los invitados de Caná,
que ya algo alegres por el vino, piden más; se digna hacer un milagro en
su favor cambiando para ellos el agua en vino.
Ni siquiera se indigna contra Judas, que debe traicionarle; ordena a
Pedro que nunca use la espada; regaña a los hijos de Zebedeo que,
siguiendo el ejemplo de Elías, querían que hiciese descender el fuego
del cielo sobre una ciudad que no había querido darle alojamiento.
En fin, muere víctima de la envidia. Si osamos comparar lo sagrado
con lo profano y a un Dios con un hombre, su muerte, humanamente
hablando, tiene mucha relación con la de Sócrates. El filósofo griego
murió a causa del odio de los sofistas, los sacerdotes y los principales
del pueblo: el legislador de los cristianos sucumbió al odio de los
escribas, de los fariseos y de los sacerdotes. Sócrates pudo evitar la
muerte y no quiso: Jesucristo se ofreció voluntariamente. El filósofo
griego no sólo perdonó a sus calumniadores y a sus jueces inicuos, sino
que les pidió que tratasen un día a sus propios hijos como a él mismo,
si éstos eran lo bastante afortunados para merecer su odio, como él: el
legislador de los cristianos, infinitamente superior, pidió a su Padre
que perdonase a sus enemigos.
Si Jesucristo pareció temer la muerte, si la angustia que sentía fue
tan extremada que le produjo un sudor mezclado con sangre, lo que
constituye el síntoma más violento y más raro, es porque se dignó
rebajarse a todas las debilidades del cuerpo humano que había revestido.
Su cuerpo temblaba y su alma era inquebrantable; nos enseñaba que la
verdadera fuerza, la verdadera grandeza consisten en soportar unos
males bajo los que sucumbe nuestra naturaleza. Hay un valor extremado en
correr hacia la muerte temiéndola.
Sócrates había tratado a los sofistas de ignorantes y los había
dejado convictos de mala fe: Jesús, usando de sus derechos divinos,
trató a los escribas y a los fariseos de hipócritas, de insensatos, de
ciegos, de malvados, de serpientes, de raza de víboras.
Sócrates no fue acusado de querer fundar una secta nueva: no se
acusó a Jesucristo de haber querido introducir una. Está dicho que los
príncipes de los sacerdotes y todo el consejo buscaban un falso
testimonio contra Jesús para hacerle perecer.
Ahora bien, si buscaban un falso testimonio no le reprochaban por
lo tanto haber predicado públicamente contra la ley. En efecto,
permaneció sumiso a la ley de Moisés desde su infancia hasta su muerte.
Fue circuncidado el octavo día, como todos los demás niños. Si más
tarde fue bautizado en el Jordán, se trataba de una ceremonia
consagrada entre los judíos, como entre todos los pueblos de Oriente.
Todas las manchas legales se lavaban con el bautismo; de esta manera se
consagraba a los sacerdotes: los fieles se introducían en el agua en
la fiesta de la expiación solemne, se bautizaba a los prosélitos.
Jesús observó todos los puntos de la ley: festejó todos los sábados;
se abstuvo de comer toda clase de manjares prohibidos: celebró todos
las fiestas e incluso, antes de su muerte, había celebrado la Pascua; no
se le acusó de exponer ninguna opinión nueva, ni de haber observado
ningún rito extranjero. Nacido israelita, vivió constantemente como
israelita.
Dos testigos que se presentaron le acusaron de haber dicho «que
podrían destruir el templo y reconstruirlo en tres días» [Mateo, XXVI,
61]. Tal afirmación era incomprensible para los judíos carnales; pero no
era una acusación de querer fundar una nueva secta.
El Sumo Sacerdote le interrogó y le dijo: «Te ordeno por el Dios
vivo que nos digas si eres Cristo hijo de Dios.» No se nos dice lo que
el Sumo Sacerdote entendía por hijo de Dios. Se utilizaba a veces
aquella expresión para designar a un justo, lo mismo que se empleaban
las palabras hijo de Belial para designar a un malvado. Los rudos judíos
no tenían la menor idea del misterio sagrado de un Hijo de Dios, Dios
él mismo, bajado a la tierra.
Jesús le respondió: «Tú lo has dicho, pero os digo que pronto veréis
al Hijo del Hombre sentado a la diestra de la virtud de Dios,
descendiendo sobre las nubes del cielo.»
Esta respuesta fue considerada por el sanedrín irritado como una
blasfemia. El sanedrín ya no gozaba del derecho de la espada; condujeron
a Jesús ante el gobernador romano de la provincia y le acusaron con
calumnia de ser un perturbador de la tranquilidad pública, que afirmaba
que no se debía pagar tributo al César y que además se decía rey de los
judíos. Es, pues, completamente evidente que fue acusado de un crimen
contra el Estado.
El gobernador Pilatos, al saber que era galileo, lo envió primero a
Herodes, tetrarca de Galilea. Herodes creyó ser imposible que Jesús
pudiese pretender hacerse jefe de un partido y aspirar a la realeza; le
trató con desprecio y lo devolvió a Pilatos, que cometió la indigna
flaqueza de condenarle para calmar el tumulto que se había producido
contra él, considerando además que ya había tenido que soportar
anteriormente una sublevación de judíos, según nos cuenta Josefo.
Pilatos no tuvo la misma generosidad que tuvo más tarde el gobernador
Festos.
Ahora pregunto yo si es la tolerancia o la intolerancia lo que es de
derecho divino. Si queréis pareceros a Jesucristo, sed mártires y no
verdugos.
CAPÍTULO X
V
Testimonios contra la intolerancia
Es impiedad quitar la libertad a los hombres en
materia de religión, impedir que escojan una divinidad: ningún hombre,
ningún dios, querrían un culto forzado. (Apologética, capítulo XXIV.)
Si se emplease la violencia en defensa de la fe, los obispos se opondrían a ello. (San Hilario, lib.1.°)
La religión forzada ya no es religión: hay que persuadir y no forzar. La religión no se ordena. (Lactancio, lib. III.)
Es una herejía execrable querer atraerse por la fuerza, por los
golpes, por los encarcelamientos a aquellos a los que no se ha podido
convencer por la razón. (San Atanasio, lib.1.°)
No hay nada más contrario a la religión que la fuerza. (San Justino, mártir, lib. V.)
¿Perseguiremos a aquellos a los que Dios tolera?, dice san Agustín
antes de que su disputa con los donatistas le volviese demasiado severo.
Que no se haga ninguna violencia a los judíos. (Cuarto concilio de Toledo, canon cincuenta y seis.)
Aconsejad, no forcéis. (Carta de san Bernardo.)
No pretendemos destruir los errores por la violencia. (Discurso del clero de Francia a Luis XIII.)
Siempre hemos desaprobado los procedimientos rigurosos. (Asamblea del clero, 11 agosto, 1560.)
Sabemos que la fe se persuade y no se ordena. (Fléchier, obispo de Nimes, carta 19.)
No se deben emplear términos insultantes. (El obispo Du Bellay, en una Instrucción pastoral.)
Acordaos de que las enfermedades del alma no se curan por la fuerza y
la violencia. (El cardenal Le Camus, Instrucción pastoral de 1688.)
Conceded a todos la tolerancia civil. (Fénelon, arzobispo de Cambrai, al duque de Borgoña.)
La imposición forzosa de una religión es prueba evidente de que el
espíritu que la guía es un espíritu enemigo de la verdad. (Dirois,
doctor de la Sorbona, libro VI, cap. IV.)
La violencia puede hacer hipócritas; no se persuade cuando se hacen
resonar amenazas por todas partes. (Tillemont, Historia eclesiástica,
t. VI.)
Nos ha parecido conforme a la equidad y a la recta razón seguir las
huellas de la antigua Iglesia, que nunca empleó la violencia para
establecer y difundir la religión. (Amonestación del parlamento de París
a Enrique II.)
La experiencia nos enseña que la violencia es más capaz de irritar
que de curar un mal que tiene su raíz en el espíritu, etc. (De Thou,
Epístola dedicatoria a Enrique IV.)
La fe no se inspira a cintarazos. (Cerisiers, Sobre los reinados de Enrique IV y Luis XIII.)
Es un celo bárbaro aquel que pretende implantar la religión en los
corazones, como si la persuasión pudiese ser el efecto de la fuerza.
(Boulainvilliers, Situación de Francia.)
Pasa con la religión como con el amor: el mandato nada puede, la
fuerza aún menos: no hay nada más independiente que amar y creer.
(Amelot de La Houssaie, sobre las Cartas del cardenal de Ossat.)
Si el cielo os ha amado lo bastante para haceros ver la verdad, os
ha hecho una gran gracia; ¿pero corresponde a los hijos que tienen la
herencia de su padre odiar a los que no la han tenido? (El espíritu de
las leyes, lib. XXV.)
Se podría hacer un libro enorme compuesto todo él de pasajes
semejantes. Nuestras historias, nuestros discursos, nuestros sermones,
nuestros libros de moral, nuestros catecismos, todos respiran, todos
enseñan hoy ese deber sagrado de la indulgencia. ¿Por qué fatalidad, por
qué inconsecuencia desmentiríamos en la práctica una teoría que
exponemos diariamente? Cuando nuestros actos desmienten nuestra moral
es porque creemos que hay alguna ventaja para nosotros en hacer lo
contrario de lo que enseñamos; pero ciertamente no hay ninguna ventaja
en perseguir a aquellos que no son de nuestra opinión y en hacernos
odiar de ellos. Hay, por lo tanto, repetimos, una absurdidad en la
intolerancia. Pero, se dirá, aquellos que tienen interés en turbar las
conciencias no son absurdos. A ellos se refiere el capítulo siguiente.
CAPÍTULO X
VI
Diálogo entre un moribundo y un hombre que goza de buena salud
Un ciudadano se hallaba en la agonía en una ciudad
de provincias; un hombre que gozaba de buena salud fue a provocarle en
sus últimos instantes y le dijo:
¡Miserable!, piensa lo mismo que yo ahora mismo: firma este escrito,
confiesa que hay cinco proposiciones en un libro[RC42] que ni tú ni yo
hemos leído nunca; comparte ahora mismo la opinión de Lanfranc contra
Bérenger, la de santo Tomás contra san Buenaventura; abraza el segundo
concilio de Nicea contra el concilio de Francfort; explícame al momento
cómo estas palabras: «Mi padre es más grande que yo» significan de
manera precisa: «Yo soy tan grande como él.»
Dime de qué modo el Padre comunica todo al Hijo, excepto la
paternidad, o haré arrojar tu cuerpo al arroyo; tus hijos no heredarán
nada de ti, tu mujer será privada de su dote y tu familia mendigará el
pan que mis iguales le negarán.
EL MORIBUNDO
Apenas oigo lo que me decís; las amenazas que me
hacéis me llegan confusamente al oído, turban mi alma, hacen horrible mi
muerte. En nombre de Dios, tened piedad de mí.
EL BÁRBARO
¡Piedad! No puedo tenerla si no eres en todo de mi misma opinión.
EL MORIBUNDO
¡Ay de mí! ¿Os dais cuenta de que en estos últimos
momentos todos mis sentidos están debilitados, se han cerrado todas las
puertas de mi entendimiento, mis ideas se evaporan, mi pensamiento se
extingue? ¿Estoy en estado de discutir?
EL BÁRBARO
Está bien, si no puedes creer en lo que yo quiero, di que lo crees y eso me basta.
EL MORIBUNDO
¿Cómo puedo perjurar para complaceros? Voy a comparecer dentro de un momento ante el Dios que castiga el perjurio.
EL BÁRBARO
No importa; tendrás la satisfacción de ser
enterrado en un cementerio y tu mujer, tus hijos, tendrán de qué vivir.
Muere como hipócrita; la hipocresía es una buena cosa; es, como se dice,
un homenaje que el vicio hace a la virtud[RC43] . ¿Un poco de
hipocresía, amigo mío, qué es lo que cuesta?
EL MORIBUNDO
¡Ay! Despreciáis a Dios, o no le reconocéis, puesto
que me pedís una mentira en el artículo de la muerte, vos que debéis
ser juzgado pronto por Él y que tendréis que responder de mi mentira.
EL BÁRBARO
¡Cómo, insolente! ¡Que yo no reconozco a Dios!
EL MORIBUNDO
Perdón, hermano, temo que no conozcáis a ningún
Dios. El que yo adoro reanima en este momento mis fuerzas para deciros
con voz agonizante que, si creéis en Dios, debéis usar de caridad para
conmigo. Él me ha dado a mi mujer y a mis hijos, no los hagáis morir de
miseria. En cuanto a mi cuerpo, haced de él lo que queráis: os lo
abandono, pero os conjuro a que creáis en Dios.
EL BÁRBARO
Haz, sin razonar, lo que te he dicho; lo quiero, te lo ordeno.
EL MORIBUNDO
¿Y qué interés tenéis en atormentarme tanto?
EL BÁRBARO
¡Cómo! ¿Qué interés? Si obtengo tu firma me valdrá una buena canonjía.
EL MORIBUNDO
¡Ah, hermano mío! Éste es mi último instante; muerto, voy a pedir a Dios que os toque el corazón y os convierta.
EL BÁRBARO
¡Váyase al diablo el impertinente que no ha firmado!, voy a firmar por él, imitando su letra.
La carta siguiente es una confirmación de la misma moral.
CAPÍTULO X
VII
Carta escrita al jesuita Le Tellier[RC44] , por un beneficiado, el 6 de mayo de 1714
REVERENDO PADRE,
Obedezco las órdenes que me ha dado Vuestra Reverencia de exponerle
los medios más adecuados de librar a Jesús y su Compañía de sus
enemigos. Creo que no quedan más de quinientos mil hugonotes en el
reino, algunos dicen un millón, otros ciento cincuenta mil; pero
cualquiera que sea su número, he aquí mi opinión, que someto con toda
humildad a la vuestra, como es debido.
1.° Es fácil apoderarse en un día de todos los predicadores
protestantes y ahorcarlos a todos a la vez en la misma plaza, no sólo
para edificación pública, sino por la belleza del espectáculo.
2.° Yo haría asesinar en su cama a todos los padres y madres, porque
si se les matase en las calles podría originar algún tumulto; incluso
muchos podrían salvarse, lo que hay que evitar antes que nada. Esta
ejecución es un corolario necesario de nuestros principios: porque, si
hay que matar a un herético, como lo demuestran tantos grandes teólogos,
es evidente que hay que matarlos a todos.
3.° Al día siguiente casaría a todas sus hijas con buenos católicos,
considerando que no hay que despoblar demasiado el Estado después de la
última guerra; pero con respecto a los muchachos de catorce y quince
años, ya imbuidos de malos principios, que no se puede confiar en
destruir, mi opinión es que hay que castrarlos a todos para que esa
ralea no se reproduzca más. En cuanto a los otros chiquillos, serán
educados en vuestros colegios y se les darán zurriagazos hasta que se
sepan de memoria las obras de Sánchez y de Molina[RC45] .
4.° Opino, salvo mejor criterio por vuestra parte, que hay que hacer
lo mismo a todos los luteranos de Alsacia, teniendo en cuenta que, en
el año 1704, vi dos viejas de aquel país que se reían el día de la
batalla de Hochstedt.
5.° El artículo de los jansenistas parecerá tal vez un poco más
embarazoso: creo que son seis millones por lo menos; pero una mente como
la vuestra no debe asustarse por ello. Incluyo entre los jansenistas a
todos los parlamentos que apoyan tan indignamente las libertades de la
Iglesia galicana. Corresponde a Vuestra Reverencia sopesar, con su
prudencia habitual, los medios de someter a todos esos espíritus
reacios. La conspiración de las Pólvoras[RC46] no tuvo el éxito deseado
porque uno de los conjurados cometió la indiscreción de querer salvar
la vida a su amigo; pero como vos no tenéis ningún amigo, no es de temer
tal inconveniente; os será excesivamente fácil hacer saltar todos los
parlamentos del reino con esa invención del monje Schwartz que llaman
pulvis pyrus (pólvora de cañón). Calculo que hace falta, uno con otro,
treinta y seis barriles de pólvora para cada parlamento y de esta
suerte, multiplicando doce parlamentos por treinta y seis barriles,
sólo se necesitan cuatrocientos treinta y dos barriles, que, a cien
escudos pieza, hacen la suma de ciento veintinueve mil seiscientas
libras: una bagatela para el reverendo padre general.
Una vez volados los parlamentos, daréis sus cargos a vuestros congregantes, que conocen perfectamente las leyes del reino.
6.° Será cosa fácil envenenar al señor cardenal de Noailles, que es hombre sencillo que no desconfía de nada.
Vuestra Reverencia empleará los mismos medios de conversión cerca
de algunos obispos recalcitrantes; sus obispados serán puestos en manos
de los jesuitas, mediante un breve del papa: entonces, al ser todos los
obispos partidarios de la buena causa y habiendo sido escogidos
hábilmente todos los curas por los obispos, he aquí lo que aconsejo,
salvo el mejor parecer de Vuestra Reverencia.
7.° Como se dice que los jansenistas comulgan por lo menos en
Pascua, no estaría mal espolvorear las hostias con la droga que se
utilizó para hacer justicia al emperador Enrique VII. Algún crítico me
dirá tal vez que se correría el peligro, con esta operación, de dar
también el raticida a los molinistas: esta objeción es fuerte; pero no
existe proyecto que no tenga inconvenientes, ni sistema que no amenace
ruina por algún lado. Si nos detuviéramos por estas pequeñas
dificultades, jamás se llegaría a hacer nada; y además, como se trata
de procurar el mayor bien que sea posible, no debemos escandalizarnos si
dicho gran bien acarrea algunas malas consecuencias, que son de poca
consideración.
No tenemos nada que reprocharnos; está demostrado que todos los
pretendidos reformados, todos los jansenistas, están destinados al
infierno; de esta suerte no hacemos más que apresurar el momento en que
deben entrar en posesión de él.
No está menos claro que el paraíso pertenece por derecho propio a
los molinistas: por lo tanto, al hacerlos perecer por inadvertencia y
sin ninguna mala intención, aceleramos su goce: somos en uno y otro caso
los ministros de la Providencia.
En cuanto a aquellos que podrían escandalizarse un poco de la
cantidad, Su Paternidad podrá hacerles observar que desde los días
florecientes de la Iglesia hasta 1707, es decir, desde hace alrededor de
mil cuatrocientos años, la teología ha causado la matanza de más de
cincuenta millones de hombres; y que sólo propongo estrangular, o
degollar, o envenenar unos seis millones quinientos mil.
Se nos objetará también, tal vez, que mi cálculo no es exacto, y
que violo la regla de tres: porque, se dirá, si en mil cuatrocientos
años sólo han perecido cincuenta millones de hombres por distinciones,
dilemas y antilemas teológicos, esto sólo hace por año treinta y cinco
mil setecientos catorce personas, con fracción, y que así yo mato seis
millones cuatrocientas sesenta y cuatro mil doscientas ochenta y cinco
personas más, con fracción, en el presente año.
Pero en verdad este regateo es muy pueril; incluso se puede decir
que es impío; porque, ¿no se ve que con mi procedimiento salvo la vida a
todos los católicos hasta el fin del mundo? Jamás se hubiera hecho nada
si se hubiese querido responder a todas las críticas. Soy, con un
profundo respeto, de Vuestra Paternidad,
muy humilde, muy devoto y muy dulce R[RC47] ...
nacido en Agulema, prefecto de la Congregación.
Este proyecto no pudo ser llevado a cabo porque el
padre Le Tellier encontró algunas dificultades y Su Paternidad fue
desterrado el año siguiente. Pero como conviene examinar el pro y el
contra, parece que es bueno buscar en qué caso se podría seguir
legítimamente, en parte, las opiniones del corresponsal del padre Le
Tellier. Parece que sería difícil ejecutar este proyecto en todos sus
puntos; pero conviene ver en qué ocasiones se debe aplicar el tormento
de la rueda, o ahorcar, o condenar a galeras a las personas que no son
de nuestra opinión: constituye esto el objeto del artículo siguiente.
CAPÍTULO X
VIII
Únicos casos en que la intolerancia es de derecho humano
Para que un gobierno no tenga derecho a castigar
los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean
crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la
sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los
hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia.
Si algunos jóvenes jesuitas, sabiendo que la Iglesia aborrece a los
réprobos, que los jansenistas están condenados por una bula, que por lo
tanto los jansenistas son réprobos, se van a prender fuego a una casa
de los Padres del Oratorio porque Quesnel, el oratoriano, era
jansenista, está claro que no habrá más remedio que castigar a esos
jesuitas.
Del mismo modo, si han difundido máximas culpables, si su instituto
es contrario a las leyes del reino, no hay más remedio que disolver su
compañía y abolir a los jesuitas para convertirlos en ciudadanos; lo
cual, en el fondo, es un mal imaginario y un bien real para ellos,
porque ¿dónde está el mal de llevar chupa en lugar de sotana, de ser
libre en lugar de esclavo? Se licencia en tiempos de paz a regimientos
enteros, que no se quejan de ello: ¿por qué los jesuitas lanzan tales
gritos cuando se los disuelve para tener paz? Que los franciscanos,
llevados de un santo celo por la Virgen María, vayan a derribar la
iglesia de los dominicos que creen que María nació con el pecado
original, no habrá más remedio que tratar a los franciscanos poco más o
menos como a los jesuitas.
Se dirá lo mismo de los luteranos y los calvinistas. Será inútil que
afirmen: seguimos los impulsos de nuestra conciencia, es preferible
obedecer a Dios que a los hombres [Hechos, V, 291; nosotros somos
indudablemente el verdadero rebaño, debemos exterminar a los lobos; es
evidente que en tal caso ellos también son lobos.
Uno de los más asombrosos ejemplos de fanatismo lo ha dado una
pequeña secta de Dinamarca, cuyo principio era el mejor del mundo.
Aquellas gentes querían procurar la salvación eterna a sus hermanos;
pero las consecuencias de ese principio eran singulares. Sabían que
todos los niños que mueren sin bautismo se condenan y que los que
tienen la suerte de morir inmediatamente después de haber recibido el
bautismo gozan de la gloria eterna: iban degollando a todos los niños y
niñas recién bautizados que podían encontrar; era indudablemente
hacerles el mayor bien que se les podía proporcionar; se les preservaba a
la vez del pecado, de las miserias de esta vida y del infierno; se les
enviaba infaliblemente al cielo. Pero aquellas gentes caritativas no
consideraban que no está permitido hacer un pequeño mal por un gran
bien; que no tenían ningún derecho sobre la vida de aquellos niños; que
la mayor parte de los padres y las madres son lo bastante carnales para
preferir tener a su lado a sus hijos e hijas que verlos degollar para ir
al paraíso y que, en una palabra, el magistrado debe castigar el
homicidio, aunque se haga con buena intención.
Los judíos parecerían tener más derecho que nadie a robarnos y
matarnos: porque aunque haya cien ejemplos de tolerancia en el Antiguo
Testamento, hay sin embargo algunos ejemplos y algunas leyes rigurosas.
Dios les ordenó a veces que matasen a los idólatras, exceptuando
únicamente a las jóvenes núbiles: nos consideran idólatras y, aunque los
toleramos hoy día, podrían muy bien, si ellos fuesen los amos, no dejar
en el mundo más que a nuestras hijas.
Tendrían sobre todo la obligación indispensable de asesinar a todos
los turcos, la cosa no se presta a discusión: porque los turcos poseen
el país de los etheos, de los jebuseos, de los amorreos, de los
jersenios, de los hevenios, de los araceos, de los cineos, de los
hamatenios, de los samarios: sobre todos estos pueblos se lanzó el
anatema: su país, que tenía más de veinticinco leguas de largo, fue
dado a los judíos por varios pactos consecutivos; deben recuperar sus
pertenencias; los mahometanos son sus usurpadores desde hace más de mil
años.
Si los judíos razonasen así hoy día, es evidente que no habría otra respuesta que condenarlos a todos a galeras.
Tales son, poco más o menos, los únicos casos en que la intolerancia parece razonable.
CAPÍTULO X
IX
Relato de una disputa de controversia en China
En los primeros años del reinado del gran emperador
Kang-hi, un mandarín de la ciudad de Cantón oyó en su casa un gran
ruido que hacían en la casa vecina: preguntó si estaban matando a
alguien; se le dijo que eran el capellán de la compañía danesa, un
sacerdote de Batavia, y un jesuita que disputaban; los mandó llamar,
hizo que les sirvieran té y confituras, y les preguntó por qué se
peleaban.
El jesuita le respondió que era muy penoso para él, que siempre
tenía razón, tener que habérselas con personas que siempre estaban
equivocadas; que al principio había argumentado con la mayor
circunspección, pero que, finalmente, se le había acabado la paciencia.
El mandarín les hizo observar, con toda la discreción posible, lo
necesaria que es la buena educación en las discusiones, les dijo que en
China jamás se discute y les preguntó de qué se trataba.
El jesuita le respondió: «Monseñor, juzgad vos mismo: estos dos
caballeros se niegan a someterse a las decisiones del concilio de
Trento.»
«Eso me extraña», dijo el mandarín. Luego, volviéndose hacia los dos
refractarios: «Me parece -les dijo-, señores, que deberíais respetar las
opiniones de una gran asamblea; no sé lo que es el concilio de Trento;
pero varias personas saben siempre más que una sola. Nadie debe creer
que sabe más que los demás y que la razón sólo habita en su cabeza; esto
es lo que enseña nuestro gran Confucio[RC48] ; y si queréis
creerme, haréis muy bien en ateneros al concilio de Trento.»
El danés tomó entonces la palabra y dijo:
«Monseñor habla con la mayor cordura; nosotros respetamos las grandes
asambleas como es debido; por eso somos completamente de la misma
opinión que varias asambleas que se han celebrado con anterioridad a la
de Trento.»
«¡Ah! Si es así -dijo el mandarín-, os pido perdón, bien podríais
tener razón. ¿Así que sois los dos de la misma opinión, ese holandés y
vos, contra ese pobre jesuita?»
«De ningún modo -dijo el holandés-; este hombre tiene opiniones casi
tan extravagantes como las del jesuita que se hace el melifluo con vos;
no hay manera de aguantar esto.»
«No os comprendo -dijo el mandarín-; ¿no sois los tres cristianos? ¿No
venís los tres a enseñar el cristianismo en nuestro imperio? ¿Y no
debéis, por consiguiente, tener los mismos dogmas?»
«Ya lo veis, Monseñor -dijo el jesuita-; estas dos personas son
enemigos mortales entre sí y discuten ambas contra mí: es por lo tanto
evidente que los dos están equivocados y que la razón está de mi lado.»
«La cosa no es tan evidente -dijo el mandarín-; podría ser, a pesar de
todo, que estuvieseis equivocados los tres; tengo curiosidad de oíros a
cada uno por turno.»
El jesuita pronunció entonces un discurso bastante largo, durante el
cual el danés y el holandés se encogían de hombros; el mandarín no
comprendió nada. El danés habló luego; sus dos adversarios le miraron
con conmiseración y el mandarín siguió sin comprender nada. El holandés
tuvo la misma suerte. Finalmente hablaron los tres a la vez y se
dijeron grandes insultos. Al buen mandarín le costó mucho trabajo
calmarlos, y les dijo: «Si queréis que se tolere aquí vuestra doctrina,
empezad por no ser vosotros ni intolerantes ni intolerables.»
A la salida de la audiencia el jesuita encontró a un misionero
dominico; le dijo que había ganado su causa, afirmándole que la verdad
siempre triunfa. El dominico le dijo: «Si yo hubiese estado allí, no la
habríais ganado; os habría dejado convicto de mentira e idolatría.» La
discusión se acaloró, el dominico y el jesuita se agarraron de los
pelos. El mandarín, informado del escándalo, mandó a los dos a la
cárcel. Un submandarín dijo al juez: «¿Cuánto tiempo quiere Vuestra
Excelencia que permanezcan encerrados?» «Hasta que se pongan de
acuerdo», dijo el juez. «¡Ah!», dijo el submandarín, «entonces se
quedarán en la cárcel toda la vida». «Pues bien», dijo el juez, «hasta
que se perdonen». «No se perdonarán jamás», le replicó el submandarín;
«los conozco bien». «¡Bueno!», dijo el mandarín, «entonces, hasta que
finjan perdonarse».
CAPÍTULO X
X
De si es útil mantener al pueblo en la superstición
Es tal la debilidad del género humano, y tal su
perversidad, que sin duda vale más para él ser subyugado por todas las
supersticiones posibles, con tal de que no sean mortíferas, que vivir
sin religión. El hombre siempre ha tenido necesidad de un freno, y
aunque fuese ridículo hacer sacrificios a los faunos, a los silvanos, a
las náyades, era mucho más razonable y más útil adorar esas fantásticas
imágenes de la Divinidad que entregarse al ateísmo. Un ateo que fuese
razonador, violento y poderoso, sería un azote tan funesto como un
supersticioso sanguinario.
Cuando los hombres no tienen nociones claras de la Divinidad, las
ideas falsas la suplen, como en los malos tiempos se trafica con moneda
devaluada cuando no se tiene moneda buena. El pagano no osaba cometer un
crimen ante el temor de ser castigado por los falsos dioses; el malabar
teme ser castigado por su pagoda. En todos los sitios en que hay
establecida una sociedad es necesaria una religión; las leyes velan
sobre los crímenes conocidos y la religión sobre los crímenes secretos.
Pero una vez que los hombres han llegado a abrazar una religión pura
y santa, la superstición se vuelve no sólo inútil, sino muy peligrosa.
No se debe tratar de alimentar con bellotas a aquellos a los que Dios se
digna alimentar con pan.
La superstición es a la religión lo que la astrología a la
astronomía: la hija muy loca de una madre muy cuerda. Estas dos hijas
han subyugado mucho tiempo toda la tierra.
Cuando, en nuestros siglos de barbarie, había apenas dos señores
feudales que tuviesen en sus castillos un Nuevo Testamento, podía ser
disculpable ofrecer fábulas al vulgo, es decir a esos señores feudales, a
sus estúpidas mujeres y a los brutos de sus vasallos: se les hacía
creer que san Cristóbal había transportado al Niño Jesús de una a otra
orilla de un río; se les atiborraba de historias de brujas y posesos;
imaginaban sin dificultad que san Genol curaba la gota y santa Clara
las enfermedades de la vista. Los niños creían en los fantasmas y los
padres en el cordón de san Francisco. La cantidad de reliquias era
innumerable.
La herrumbre de tantas supersticiones ha subsistido todavía algún
tiempo en los pueblos, incluso después de que la religión se depuró.
Sabido es que cuando el Señor de Noailles, obispo de Chálons, mandó
quitar y arrojar al fuego la pretendida reliquia del santo ombligo de
Jesucristo, la ciudad entera de Châlons le hizo un proceso; pero el
obispo tuvo tanto valor como piedad y no tardó en convencer a los
habitantes de la Champaña que se podía adorar a Jesucristo en espíritu y
en verdad sin tener su ombligo en una iglesia.
Los llamados jansenistas contribuyeron no poco a desarraigar
insensiblemente en el alma de la nación la mayor parte de las falsas
ideas que deshonraban a la religión cristiana. Se dejó de creer que
bastaba recitar la oración de los treinta días a la Virgen María para
obtener lo que se deseaba y para pecar impunemente.
Por fin, la burguesía ha empezado a sospechar que no era santa
Genoveva la que daba o hacía cesar la lluvia, sino que era el propio
Dios el que disponía de los elementos. Los frailes se han asombrado de
que sus santos ya no hagan milagros; y si los autores de la Vida de san
Francisco Javier volviesen al mundo, no se atreverían a escribir que
este santo resucitó a nueve muertos, que estuvo al mismo tiempo en la
tierra y en el mar y que, habiendo caído al mar su crucifijo, un
cangrejo se lo devolvió.
Lo mismo ha sucedido con las excomuniones. Nuestros historiadores
nos cuentan que cuando el rey Roberto fue excomulgado por el papa
Gregorio V por haberse casado con la princesa Berta, su comadre, sus
criados arrojaban por las ventanas los manjares que se habían servido al
rey, y que la reina Berta dio a luz una oca en castigo de aquel
matrimonio incestuoso. Se duda hoy día que los maestresalas de un rey de
Francia excomulgado arrojasen su cena por la ventana y que la reina
trajese al mundo un ansarón en semejante oportunidad.
Si hay algunos convulsionarios en un rincón de un barrio, se trata
de una enfermedad pedicular[RC49] que sólo ataca al populacho más vil.
La razón penetra día a día en Francia, tanto en las tiendas de los
comerciantes como en las mansiones de los señores. Hay pues que
cultivar los frutos de esta razón, tanto más cuanto que es imposible
impedirles que nazcan. No se puede gobernar a Francia, después de haber
recibido las luces de los Pascal[RC50] , los Nicole, los Arnaud, los
Bossuet, los Descartes[RC51] , los Gassendi, los Bayle[RC52] , los
Fontenelle, etc., como se la gobernaba en tiempos de los Garasse y los
Menot.
Si los maestros de los errores, quiero decir los grandes maestros,
tanto tiempo pagados y cubiertos de honores por embrutecer al género
humano, ordenasen hoy día creer que el grano debe pudrirse para
germinar; que la tierra está inmóvil en sus cimientos, que no gira
alrededor del sol; que las mareas no son un efecto natural de la
gravitación, que el arco iris no está formado por la refracción y la
reflexión de los rayos de la luz, etc., y si se basasen para ello en
pasajes mal comprendidos de las Sagradas Escrituras para justificar sus
órdenes, ¿cómo serían mirados por todos los hombres instruidos? ¿La
palabra bestias sería demasiado fuerte? ¿Y si esos sabios maestros
empleasen la fuerza y la persecución para hacer reinar su insolente
ignorancia, el término de bestias feroces sería inadecuado?
Cuanto más se desprecian las supersticiones de los monjes, más se
respeta a los obispos y más se considera a los sacerdotes; sólo hacen
bien y las supersticiones ultramontanas harían mucho mal. Pero de todas
las supersticiones, la más peligrosa ¿no es la de odiar al prójimo por
sus opiniones? ¿Y no es evidente que sería todavía más razonable adorar
el santo ombligo, el santo prepucio, la leche y el traje de la Virgen
María que detestar y perseguir a nuestro hermano?
CAPÍTULO X
XI
Virtud vale más que ciencia
Cuanto menos dogmas, menos disputas; y cuanto menos disputas, menos desgracias; si esto no es verdad, estoy equivocado.
La religión ha sido instituida para hacernos felices en esta vida y
en la otra. ¿Qué hace falta para ser feliz en la vida futura?: ser
justo.
Para ser feliz en ésta, todo lo que permite la miseria de nuestra naturaleza, ¿qué hace falta?: ser indulgente.
Sería el colmo de la locura pretender hacer que todos los hombres
piensen de una manera uniforme sobre la metafísica. Se podría mucho más
fácilmente someter el universo entero por las armas que subyugar todas
las mentes de una sola ciudad.
Euclides consiguió fácilmente persuadir a todos los hombres de las
verdades de la geometría: ¿por qué? Porque no hay uno que no sea un
corolario evidente de este pequeño axioma: dos y dos son cuatro. No
sucede exactamente lo mismo en la mezcla de la filosofía y la teología.
Cuando el obispo Alejandro y el sacerdote Arrio, o Arius, empezaron a
disputar sobre la manera de cómo el Logos era una emanación del Padre,
el emperador Constantino les escribió primero estas palabras tomadas de
Eusebio y Sócrates: «Sois unos grandes locos por disputar sobre cosas
que no podéis entender.»
Si ambos partidos hubiesen sido lo bastante cuerdos para reconocer
que el emperador tenía razón, el mundo cristiano no habría sido
ensangrentado durante trescientos años.
¿Qué cosa hay en efecto más loca y más horrible que decir a los
hombres: «Amigos míos, no es suficiente ser fieles súbditos, hijos
sumisos, padres cariñosos, vecinos equitativos, practicar todas las
virtudes, cultivar la amistad, rehuir la ingratitud, adorar en paz a
Jesucristo: es preciso también que sepáis cómo se es engendrado desde la
eternidad; y si no sabéis distinguir el omousion en la hipóstasis, os
anunciamos que seréis quemados eternamente; y, mientras tanto,
empezaremos por degollaros»?
Si se hubiese sometido tal decisión a un Arquímedes, a un Posidonio,
a un Varrón, a un Catón, a un Cicerón, ¿qué habrían contestado?
Constantino no perseveró en su resolución de imponer silencio a los
dos partidos: podía hacer venir a los jefes del ergotismo a su palacio;
podía preguntarles con qué autoridad perturbaban el mundo: «¿Tenéis
los títulos de la familia divina? ¿Qué os importa que el Logos sea hecho
o engendrado con tal de que se le sea fiel, con tal de que se predique
una buena moral y que se la practique si se puede? He cometido muchas
faltas en mi vida, y vosotros también; vosotros sois ambiciosos, y yo
también; el imperio me ha costado trapacerías y crueldades; he
asesinado a casi todos mis parientes; me arrepiento de ello: quiero
expiar mis crímenes dando tranquilidad al imperio romano, no me impidáis
que haga el único bien que puede hacer olvidar mis antiguas barbaries;
ayudadme a terminar mis días en paz.» Tal vez no habría obtenido nada de
los contrincantes; tal vez le halagó presidir un concilio con un largo
traje talar rojo y la cabeza cargada de pedrería.
He aquí, sin embargo, lo que abrió la puerta a todos esos azotes
que, procedentes de Asia, inundaron Occidente. Salió de cada versículo
discutido una furia armada de un sofisma y un puñal que volvió
insensatos y crueles a todos los hombres. Los hunos, los hérulos, los
godos y los vándalos que llegaron inmediatamente después, hicieron
infinitamente menos mal, y el más grande que hicieron fue el de
prestarse finalmente ellos mismos a esas fatales disputas.
CAPÍTULO X
XII
De la tolerancia universal
No se necesita mucho arte, ni una elocuencia muy
rebuscada para demostrar que los cristianos deben tolerarse unos a
otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hombres
como hermanos nuestros. ¡Cómo! ¿El turco hermano mío? ¿El chino mi
hermano? ¿El judío? ¿El siamés? Sí, sin duda; ¿no somos todos hijos del
mismo Padre, criaturas del mismo Dios?
¡Pero esos pueblos nos desprecian; nos tratan de idólatras! ¡Pues
bien! Les diré que hacen mal. Me parece que podría hacer vacilar por lo
menos la orgullosa testarudez de un imán o de un sacerdote budista si
les hablase poco más o menos así:
«Este pequeño globo, que no lo es, rueda en el espacio, lo mismo que
tantos otros globos; estamos perdidos en esa inmensidad. El hombre, de
una estatura aproximada de cinco pies, es seguramente poca cosa en la
creación. Uno de esos seres imperceptibles dice a algunos de sus
vecinos, en Arabia o en Cafrería: "Escuchadme, porque el Dios de todos
esos mundos me ha iluminado: hay novecientos millones de pequeñas
hormigas como nosotros en la tierra, pero sólo mi hormiguero es grato a
Dios; todos los otros le son odiosos desde la eternidad; únicamente mi
hormiguero será feliz, todos los demás serán eternamente
desgraciados."»
Entonces me interrumpirían y me preguntarían quién es el loco que ha
dicho semejante tontería. Me vería obligado a responderles: «Vosotros
mismos.» Luego trataría de aplacarlos; pero sería muy difícil.
Hablaría ahora a los cristianos y osaría decir, por ejemplo, a un
dominico inquisidor de la fe: «Hermano mío, sabéis que cada provincia de
Italia tiene su propio dialecto y que no se habla en Venecia o en
Bérgamo como en Florencia. La Academia de la Crusca ha fijado la lengua;
su diccionario es una regla de la que no hay que apartarse y la
Gramática de Buonmattei es un guía infalible que hay que seguir; ¿pero
creéis que el cónsul de la Academia, y en su ausencia Buonmattei,
habrían podido en conciencia hacer cortar la lengua a todos los
venecianos y a todos los bergamascos que hubiesen persistido en hablar
su jerga?»
El inquisidor me responde: «Hay mucha diferencia; se trata aquí de
la salvación de vuestra alma; es por vuestro bien por lo que el
directorio de la Inquisición ordena que se os detenga por la
declaración de una sola persona, aunque sea infame y reincidente de la
justicia; que no tengáis abogado que os defienda; que el nombre de
vuestro acusador ni siquiera os sea conocido; que el inquisidor os
prometa gracia y luego os condene; que os aplique cinco torturas
diferentes y que luego seáis azotado, condenado a galeras o quemado
solemnemente[RC53] . El padre Ivonet, el doctor Cuchalon, Zanchinus,
Campegius, Roias, Felynus, Gomarus, Diabarus, Gemelinus son terminantes
y esta piadosa práctica no tolera contradicción.»
Yo me tomaría la libertad de contestarle: «Hermano mío, tal vez
tengáis razón; estoy convencido del bien que queréis hacerme; ¿pero no
podría ser salvado sin todo esto?»
Es cierto que esos absurdos horrores no manchan todos los días la
faz de la tierra; pero han sido frecuentes y se formaría fácilmente con
ellos un volumen mucho más grueso que los Evangelios que los reprueban.
No sólo es muy cruel perseguir en esta corta vida a aquellos que no
piensan como nosotros, pero no sé si es muy osado declarar tajantemente
su condenación por toda la eternidad. Me parece que no corresponde en
absoluto a unos átomos de un momento, como nosotros, anticiparnos a los
juicios del Creador. Lejos de mí la idea de contradecir esta
sentencia: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»; la respeto, lo mismo
que todo lo que enseña, pero, en verdad, ¿conocemos todos los caminos de
Dios y toda la extensión de su misericordia? ¿No está permitido esperar
en Él tanto como temerle? ¿No es suficiente ser fieles a la Iglesia?
¿Será preciso que cada individuo usurpe los derechos de la Divinidad y
decida antes que ella sobre la suerte eterna de los hombres?
Cuando llevamos luto por un rey de Suecia, o de Dinamarca, o de
Inglaterra, o de Prusia, ¿decimos que llevamos luto por un réprobo que
arde eternamente en el infierno? Hay en Europa cuarenta millones de
habitantes que no pertenecen a la Iglesia de Roma. ¿Diremos a cada uno
de ellos: «Señor, considerando que estáis infaliblemente condenado, no
quiero comer, ni contratar, ni conversar con vos»?
¿Quién es el embajador de Francia que, al ser presentado en audiencia
al Gran Señor, se dirá en el fondo de su corazón: Su Alteza será
infaliblemente quemada por toda la eternidad, por haberse sometido a la
circuncisión? Si creyese realmente que el Gran Señor es el enemigo
mortal de Dios y el objeto de su venganza, ¿podría hablarle? ¿Debería
ser enviado a él? ¿Con qué hombre se podría comerciar, qué deber de la
vida civil se podría cumplir nunca, si en efecto estuviésemos
convencidos de la idea de que conversamos con réprobos?
¡Oh sectarios de un Dios clemente! Si tuviésemos un corazón cruel; si
al adorar a Aquel cuya única ley consistía en estas palabras: «Amad a
Dios y a vuestro prójimo» hubieseis recargado esta ley pura y santa con
sofismas y disputas incomprensibles; si hubieseis encendido la
discordia, unas veces por una palabra nueva, otras por una sola letra
del alfabeto; si hubieseis atribuido penas eternas a la omisión de
algunas palabras, de algunas ceremonias que otros pueblos no podrían
conocer, os diría, derramando lágrimas sobre el género humano:
«Transportaos conmigo al día en que todos los hombres serán juzgados y
en que Dios dará a cada cual según sus obras.»
«Veo a todos los muertos de los siglos pasados y del nuestro
comparecer ante su presencia. ¿Estáis seguros de que nuestro Creador y
nuestro Padre dirá al sabio y virtuoso Confucio, al legislador Solón, a
Pitágoras[RC54] , a Zaleuco, a Sócrates, a Platón, a los divinos
Antoninos, al buen Trajano, a Tito, las delicias del género humano, a
Epicteto[RC55] , a tantos otros hombres, modelos de los hombres: ¡id,
monstruos, id a sufrir unos castigos infinitos en intensidad y
duración; que vuestro suplicio sea eterno como yo! Y vosotros, mis bien
amados Jean Chátel, Ravaillac, Damiens, Cartouche[RC56] , etc., que
habéis muerto dentro de las fórmulas prescritas, compartid para siempre
a mi derecha mi imperio y mi felicidad?»
Retrocedéis horrorizados ante estas palabras; y, después de habérseme escapado, no tengo nada más que deciros.
CAPÍTULO X
XIII
Oración a Dios
Ya no es por lo tanto a los hombres a los que me
dirijo, es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos
los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la
inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedirte algo, a
ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como
eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra
naturaleza; que esos errores no sean causantes de nuestras calamidades.
Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos
degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una
vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vestidos
que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas
insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridículas, entre todas
nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas,
entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y
tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a
los átomos llamados hombres no sean señales de odio y persecución; que
los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los
que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje
con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que
dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo
adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más
moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta,
que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este
mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cierto metal,
gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás
los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni
nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.
¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son hermanos! ¡Que odien
la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que
arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si
los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos
destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de
nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas,
desde Siam a California, tu bondad que nos ha concedido ese instante.
CAPÍTULO X
XIV
Post scriptum
Mientras trabajábamos en esta obra con el único
objeto de hacer a los hombres más compasivos y más dulces, otro hombre
escribía con un objeto contrario: porque cada cual tiene su opinión.
Ese hombre hacía imprimir un pequeño código de persecución, titulado
Acuerdo de la religión y de la humanidad[RC57] (es una falta del
impresor: léase de la inhumanidad).
El autor del santo libelo se apoya en san Agustín, quien, después de
haber predicado la dulzura, predicó finalmente la persecución, habida
cuenta que era entonces el más fuerte y que cambiaba a menudo de
opinión. Cita también al obispo de Meaux, Bossuet, que persiguió al
célebre Fénelon, arzobispo de Cambrai, culpable de haber impreso que
Dios vale bien la pena de que se le ame por sí mismo.
Bossuet era elocuente, lo confieso; el obispo de Hipona, a veces
inconsecuente, era más diserto de lo que lo son los demás africanos,
también lo reconozco; pero me tomaré la libertad de decir al autor de
ese santo libelo, con Armande, en Las mujeres sabias: Quand sur une
personne on pretend se régler, / C'est par les beaux cotés qu'il faut
ressembler (acto I, escena I) (Cuando a una persona pretendemos imitar, /
es a sus facetas buenas a las que debemos parecernos).
Yo diría al obispo de Hipona: Monseñor, habéis cambiado de opinión,
permitid que me atenga a vuestra primera opinión; en verdad la creo
mejor.
Diría al obispo de Meaux: Monseñor, sois un gran hombre: os
encuentro tan sabio, por lo menos, como san Agustín, y mucho más
elocuente; pero ¿por qué atormentar tanto a vuestro colega, que era tan
elocuente como vos en otro género, y que era más amable?
El autor del santo libelo sobre la inhumanidad no es un Bossuet ni
un Agustín; me parece muy propio para hacer un excelente inquisidor;
quisiera que estuviese en Goa al frente de ese hermoso tribunal. Es,
además, hombre de Estado y expone grandes principios de política. «Si
hay en vuestro país, dice, muchos heterodoxos, respetadlos,
persuadidlos; si sólo hay un pequeño número, utilizad el patíbulo y las
galeras y os irá muy bien»; esto es lo que aconseja en las páginas 89 y
90.
A Dios gracias, soy buen católico, no tengo por qué temer lo que los
hugonotes llaman el martirio; pero si ese hombre llega alguna vez a ser
primer ministro, de lo que parece presumir en su libelo, le advierto
que salgo para Inglaterra el día que obtenga su cédula de nombramiento.
Mientras tanto no puedo por menos que dar las gracias a la
Providencia por permitir que las personas de su especie sean siempre
malos razonadores. Llega al extremo de citar a Bayle entre los
partidarios de la intolerancia: la cosa es sabia y hábil; y del hecho de
que Bayle reconozca que hay que castigar a los facciosos y a los
pillos, nuestro hombre saca la consecuencia de que hay que perseguir a
sangre y fuego a las gentes de buena fe que son pacíficas.
Casi todo su libro es una imitación de la Apología de la jornada de
San Bartolomé[RC58] . Es este apologista o su eco. En uno u otro caso
hay que esperar que ni el maestro ni el discípulo lleguen a gobernar el
Estado.
Pero si sucede que sean los amos, les presento desde lejos esta
demanda, referente a dos líneas de la página 93 del santo libelo:
«¿Hay que sacrificar a la felicidad de la vigésima parte de la nación la felicidad de la nación entera?»
Suponiendo que, en efecto, haya veinte católicos romanos en Francia
contra un hugonote, no pretendo que el hugonote se coma a los veinte
católicos; pero también ¿por qué esos veinte católicos se comerían a
aquel hugonote, y por qué impedir casarse al mismo? ¿No hay obispos,
curas, frailes, que poseen tierras en el Delfinado, hacia Agde, en el
Gevaudan, por Carcasona? Esos obispos, esos curas, esos monjes ¿no
tienen granjeros que tienen la desgracia de no creer en la
transustanciación? ¿No interesa a los obispos, a los curas, a los monjes
y al público que esos granjeros tengan una abundante familia? ¿Sólo a
aquellos que comulguen en una sola especie les será permitido engendrar
hijos? En verdad tal cosa no es ni justa ni honrada.
«La revocación del edicto de Nantes no ha producido tantos inconvenientes como se le atribuyen», dice el autor.
Si, en efecto, se le atribuyen más de los que ha producido, se
exagera y lo malo de todos los historiadores es la exageración; pero es
también el inconveniente de todos los controversistas reducir a nada el
mal que se les reprocha. No creamos ni a los doctores de París ni a los
predicadores de Amsterdam.
Tomemos por juez al señor conde de Avaux, embajador en Holanda desde
1685 a 1688. Dice en la página 181 del tomo V[RC59] , que un solo
hombre había ofrecido descubrir más de veinte millones que los
perseguidos hacían salir de Francia. Luis XIV responde al señor de
Avaux: «Las noticias que recibo todos los días de una infinita cantidad
de conversiones ya no me permiten dudar de que los más reacios seguirán
el ejemplo de los otros.»
Vemos, por esta carta de Luis XIV, que era de muy buena fe sobre la
extensión de su poder. Le decían todas las mañanas: «Sire, sois el rey
más grande del universo; todo el universo se gloriará de pensar como vos
tan pronto como hayáis hablado.» Pellisson, que se había enriquecido en
el puesto de secretario de Hacienda; Pellisson, que había estado tres
años en la Bastilla como cómplice de Fouquet; Pellisson, que de
calvinista se había hecho diácono y beneficiado, que hacía imprimir
oraciones para la misa y ramilletes a Iris, que había obtenido el puesto
de los economatos y el de convertidor de almas; Pellisson, digo,
llevaba cada tres meses una gran lista de abjuraciones a siete u ocho
escudos pieza y hacía creer a su rey que, cuando él quisiera,
convertiría a todos los turcos al mismo precio. Todos se turnaban para
engañarle; ¿podía resistir al engaño?
Sin embargo, el mismo señor de Avaux hace saber al rey que un tal
Vincent protege a más de quinientos obreros cerca de Angulema y que su
salida originará perjuicios: tomo V, página 192.
El mismo señor de Avaux habla de dos regimientos que el príncipe de
Orange está reclutando por los oficiales franceses refugiados; habla de
marineros que desertarán de tres buques para servir en los del príncipe
de Orange. Además de esos regimientos, el príncipe de Orange reúne
también una compañía de cadetes refugiados, mandados por dos capitanes,
página 240. Este embajador escribe además, el 9 de mayo de 1686, al
señor de Seignelai, «que no puede ocultarle la pena que tiene de ver
establecerse las manufacturas de Francia en Holanda, de donde no saldrán
más».
Unid a esos testimonios los de todos los intendentes del reino en
1699 y juzgad si la revocación del edicto de Nantes ha producido más mal
que bien, a pesar de la opinión del respetable autor de Acuerdo de la
religión y la inhumanidad.
Un mariscal de Francia, conocido por su inteligencia superior,
decía hace algunos años: «No sé si la dragonada[RC60] ha sido necesaria,
pero es necesario no volverla a hacer.»
Confieso que he creído ir un poco lejos cuando he hecho pública la
carta del corresponsal del padre Le Tellier, en la que ese congreganista
propone barriles de pólvora. Me decía para mis adentros: no me creerán,
considerarán esta carta como una falsificación. Mis escrúpulos,
afortunadamente, se han disipado cuando he leído en el Acuerdo de la
religión y la inhumanidad, página 149, estas dulces palabras:
«La extinción total de los protestantes en Francia no debilitará más a
Francia de lo que una sangría debilita a un enfermo bien constituido.»
Ese cristiano que ha dicho ahora mismo que los protestantes
constituyen la vigésima parte de la nación, quiere pues que se derrame
la sangre de esa vigésima parte, y considera esa operación como una
sangría de una sangradera. ¡Dios nos libre con él de las tres vigésimas
partes!
Si por lo tanto este hombre honorable propone matar a la vigésima
parte de la nación, ¿por qué el amigo del padre Le Tellier no habría de
proponer hacer saltar por el aire, degollar y envenenar a la tercera
parte? Es por lo tanto muy verosímil que la carta al padre Le Tellier
haya sido realmente escrita.
El santo autor termina finalmente concluyendo que la intolerancia
es una cosa excelente, «porque no ha sido -dice- condenada expresamente
por Jesucristo». Pero Jesucristo tampoco ha condenado a los que
prendiesen fuego a París por los cuatro costados; ¿es ésta una razón
para canonizar a los incendiarios?
Así pues, cuando la naturaleza deja oír por un lado su voz dulce y
bienhechora, el fanatismo, ese enemigo de la naturaleza, pone el grito
en el cielo; y cuando la paz se presenta a los hombres, la intolerancia
forja sus armas. ¡Oh vos, árbitro de las naciones, que habéis dado la
paz a Europa, decidid entre el espíritu pacífico y el espíritu
homicida!
CAPÍTULO XXV
Continuación y conclusión
Nos enteramos de que el 7 de marzo de 1763, reunido
todo el consejo de Estado en Versalles, con asistencia de los ministros
de Estado, y bajo la presidencia del canciller, el relator señor de
Crosne dio lectura a su informe sobre el caso Calas con la
imparcialidad de un juez, la exactitud de un hombre perfectamente
enterado, la elocuencia sencilla y verdadera de un orador hombre de
Estado, la única que conviene ante semejante asamblea. Una prodigiosa
multitud de personas de todo rango esperaba en la galería del palacio la
decisión del consejo. Pronto se informó al rey de que todos los votos,
sin exceptuar ninguno, habían dispuesto que el parlamento de Toulouse
enviase al consejo las piezas del proceso y los motivos de su sentencia
que había hecho expirar a Jean Calas en la rueda. Su Majestad aprobó el
fallo del consejo.
Hay por lo tanto humanidad y justicia en los hombres, y
principalmente en el consejo de un rey amado y digno de serlo. El caso
de una desgraciada familia de ciudadanos oscuros ha ocupado a Su
Majestad, a sus ministros, al canciller y a todo el consejo y ha sido
discutido con un examen tan meditado como pueden serlo los más grandes
temas de la guerra y de la paz. El amor a la equidad, el interés del
género humano han guiado a todos los jueces. ¡Demos gracias a ese Dios
de clemencia, el único que inspira la equidad y todas las virtudes!
Atestiguamos que jamás hemos conocido ni a ese infortunado Calas a
quien los ocho jueces de Toulouse hicieron morir a causa de los más
débiles indicios, en contra de las ordenanzas de nuestros reyes y en
contra de las Leyes de todas las naciones; ni a su hijo Marc-Antoine,
cuya extraña muerte indujo a error a esos jueces; ni a la madre, tan
respetable como desgraciada; ni a sus inocentes hijas, que recorrieron
con ella doscientas leguas para poner su desastre y su virtud a los pies
del trono.
Ese Dios sabe que solamente nos ha animado un espíritu de justicia,
de verdad y de paz cuando hemos escrito lo que pensamos de la
tolerancia, con motivo de Jean Calas, a quien el espíritu de
intolerancia ha hecho morir.
No hemos creído ofender a los ocho jueces de Toulouse al decir que
se han equivocado, como ha supuesto todo el consejo: al contrario, les
hemos abierto el camino para justificarse ante Europa entera. Este
camino consiste en confesar que unos indicios equívocos y los gritos de
una multitud insensata han sorprendido su justicia; pedir perdón a la
viuda y reparar, en lo que esté a su alcance, la ruina entera de una
familia inocente, uniéndose a los que la socorren en su aflicción. Han
hecho morir al padre injustamente: les corresponde hacer las veces de
padre para con sus hijos, suponiendo que esos huérfanos quieran recibir
de ellos una débil muestra de un justo arrepentimiento. Será hermoso
para los jueces ofrecerla y para la familia rechazarla.
Corresponde sobre todo al llamado David, capitoul de Toulouse, si
ha sido el primer persecutor de la inocencia, dar ejemplo de
remordimiento. Insulta a un padre de familia que agoniza en el
patíbulo. Semejante crueldad es algo inaudito; pero puesto que Dios
perdona, también los hombres deben perdonar a quien repara sus
injusticias.
Me han escrito del Languedoc esta carta del 20 de febrero de 1763:
[...j
«Vuestra obra sobre la tolerancia me parece llena de humanidad y
verdad, pero temo que haga más daño que bien a la familia de los Calas.
Puede ulcerar a los ocho jueces que votaron por el suplicio de la rueda;
pedirán al parlamento que sea quemado vuestro libro, y los fanáticos
(porque siempre los hay) contestarán con gritos de furia a la voz de la
razón, etc.»
He aquí mi respuesta:
«Los ocho jueces de Toulouse pueden hacer quemar mi libro, si es
bueno; no hay nada más fácil: también se quemaron las Cartas
provinciales[RC61] , que valían sin duda mucho más: todo el mundo puede
quemar en su casa los libros y papeles que no le gustan.
»Mi obra no puede hacer ni bien ni mal a los Calas, a los que no
conozco. El consejo del rey, imparcial y firme, juzga según las leyes,
según la equidad, de acuerdo con las pruebas, de acuerdo con los autos, y
no basándose en un escrito que no es jurídico, y cuyo fondo no tiene
nada que ver en el fondo con el caso que juzga.
»De nada serviría imprimir varios volúmenes en pro o en contra de los
ocho jueces de Toulouse y en pro o en contra de la tolerancia; ni el
consejo, ni ningún tribunal consideraría esos libros como piezas del
proceso.
»Este escrito sobre la tolerancia es una súplica que la humanidad
presenta humildemente al poder y a la prudencia. Siembra un grano que
podrá un día dar una cosecha. Esperémoslo todo del tiempo, de la bondad
del rey, de la sabiduría de sus ministros y del espíritu de razón que
empieza a difundir su luz por todas partes.
»La naturaleza dice a todos los hombres: os he hecho nacer a todos
débiles e ignorantes, para vegetar unos minutos sobre la tierra y
abonarla con vuestros cadáveres. Puesto que sois débiles, socorreos
mutuamente; puesto que sois ignorantes, ilustraos y ayudaos mutuamente.
Aunque fueseis todos de la misma opinión, lo que seguramente jamás
sucederá, aunque no hubiese más que un solo hombre de distinta opinión,
deberíais perdonarle: porque soy yo la que le hace pensar como piensa.
Os he dado brazos para cultivar la tierra y un pequeño resplandor de
razón para guiaros; he puesto en vuestros corazones un germen de
compasión para que os ayudéis los unos a los otros a soportar la vida.
No ahoguéis ese germen, no lo corrompáis, sabed que es divino, y no
sustituyáis la voz de la naturaleza por los miserables furores de
escuela.
»Soy yo sola la que os une a pesar vuestro por vuestras mutuas
necesidades, incluso en medio de vuestras crueles guerras con tanta
ligereza emprendidas, eterno teatro de los errores, de los azares y de
las desgracias. Soy yo sola la que, en una nación, detiene las
consecuencias funestas de la división interminable entre la nobleza y
la magistratura, entre esos dos estamentos y el clero, incluso entre
los burgueses y los campesinos. Ignoran todos los límites de sus
derechos; pero todos escuchan a pesar suyo, a la larga, mi voz que habla
a su corazón. Yo sola conservo la equidad en los tribunales, en donde
todo sería entregado sin mí a la indecisión y al capricho, en medio de
un montón confuso de leyes hechas a menudo al azar y para unas
necesidades pasajeras, diferentes entre ellas de provincia en provincia,
de ciudad en ciudad, y casi siempre contradictorias entre sí en el
mismo lugar. Yo sola puedo inspirar la justicia, mientras que las leyes
sólo inspiran los embrollos. El que me escucha juzga siempre bien; y el
que sólo busca conciliar opiniones que se contradicen es el que se
extravía.
»Hay un edificio inmenso cuyos cimientos he puesto con mis manos: era
sólido y sencillo, todos los hombres podían entrar en él con seguridad;
han querido añadirle los ornamentos más extraños, más toscos, más
inútiles; el edificio cae en ruinas por los cuatro costados; los hombres
recogen las piedras y se las tiran a la cabeza; les grito: Deteneos,
apartad esos escombros funestos que son obra vuestra y habitad conmigo
en paz en mi edificio inconmovible.»
Artículo nuevamente añadido, en el que se da cuenta de la última sentencia pronunciada en favor de la familia Calas
Después del 7 de marzo de 1763 y hasta el juicio
definitivo todavía transcurrieron dos años: a tal punto es fácil al
fanatismo arrancar la vida a la inocencia y difícil a la razón obligarle
a hacer justicia. Hubo que soportar demoras inevitables, necesariamente
inherentes a las formalidades. Cuanto menos habían sido observadas
dichas formalidades en la condena de Calas tanto más debían serlo
rigurosamente por el consejo de Estado. No bastó un año entero para
forzar al parlamento de Toulouse a hacer llegar al consejo todo el
sumario, para examinarlo, para informar sobre él. El señor de Crosne se
vio nuevamente agobiado por un penoso trabajo. Una asamblea de cerca de
ochenta jueces casó la sentencia de Toulouse y ordenó la total revisión
del proceso.
Otros casos importantes ocupaban entonces a casi todos los
tribunales del reino. Se expulsaba a los jesuitas; se abolía su sociedad
en Francia: habían sido intolerantes y persecutores: fueron perseguidos
a su vez.
La extravagancia de los billetes de confesión[RC62] de los que se
les creyó autores secretos y de los que se habían declarado partidarios
públicamente, había reanimado ya contra ellos el odio de la nación. Una
inmensa bancarrota de uno de sus misioneros[RC63] , bancarrota que se
creyó en parte fraudulenta, acabó de perderlos. Las meras palabras de
misioneros y quebrados, tan poco hechas para verse reunidas, llevaron a
todas las mentes la decisión de su condena. Finalmente, las ruinas de
Port-Royal[RC64] y las osamentas de tantos hombres célebres denigrados
en sus sepulturas, y exhumados a principios de siglo por órdenes que
sólo los jesuitas habían dictado, se alzaron contra su crédito
agonizante. Se puede ver la historia de su proscripción en el
excelente libro titulado Sobre la destrucción de los jesuitas en
Francia, obra imparcial por ser de un filósofo[RC65] , escrita con la
finura y elocuencia de Pascal, y sobre todo con una superioridad de
luces que no está ofuscada, como en Pascal, por los prejuicios que
algunas veces han seducido a los grandes hombres.
Este gran proceso, en el cual algunos partidarios de los jesuitas
decían que la religión era ultrajada, y en el que la mayoría la creía
vengada, hizo durante muchos meses perder de vista al público el caso de
los Calas; pero habiendo asignado el rey al tribunal que llaman de
casación el juicio definitivo, el mismo público, que gusta pasar de una
escena a otra, se olvidó de los jesuitas y los Calas retuvieron toda su
atención.
La cámara de casación es un tribunal soberano compuesto de relatores
para juzgar los procesos entre los oficiales de la corte y las causas
que el rey les envía, procedentes de otros tribunales. No se podía
escoger un tribunal más instruido del caso: eran precisamente los mismos
magistrados que habían juzgado dos veces los preliminares de la
revisión y que estaban perfectamente informados del fondo y de la
forma. La viuda de Jean Calas, su hijo y el llamado Lavaisse volvieron a
la cárcel: se hizo venir del fondo del Languedoc a aquella vieja criada
católica que no se había separado jamás de sus amos ni de su ama
durante el tiempo que se suponía, contra toda verosimilitud, que
estrangulaban a su hijo y hermano. Se deliberó finalmente sobre las
mismas piezas que habían servido para condenar a Jean Calas al suplicio
de la rueda y a su hijo Pierre al destierro.
Fue entonces cuando apareció una nueva memoria debida a la
elocuencia del señor de Beaumont y otra redactada por el joven Lavaisse,
tan injustamente implicado en este procedimiento criminal por los
jueces de Toulouse, quienes, para colmo de contradicción, no le habían
declarado absuelto. Dicho joven escribió una declaración de hechos que
fue considerada por todo el mundo como digna de figurar al lado de la
del señor de Beaumont. Tenía la doble ventaja de hablar en nombre propio
y en el de una familia con la que había compartido las cadenas.
Únicamente habría dependido de él romper las suyas y salir de los
calabozos de Toulouse si hubiese querido decir tan sólo que se había
separado un momento de los Calas durante el tiempo en que se pretendía
que el padre y la madre habían asesinado a su hijo. Se le había
amenazado con el suplicio; la tortura y la muerte habían sido
presentadas ante sus ojos; una palabra habría podido darle la libertad:
prefirió exponerse al suplicio que pronunciar aquella palabra que habría
sido una mentira. Expuso todos estos detalles en su declaración con una
franqueza tan noble, tan sencilla, tan alejada de toda ostentación,
que conmovió a todos aquellos a los que sólo pretendía convencer y se
hizo admirar sin aspirar a la admiración.
Su padre, famoso abogado, no tuvo la menor participación en esta
obra: se vio súbitamente igualado por su hijo, que jamás había estudiado
derecho.
Mientras tanto, personas de la mayor importancia iban en masa a la
cárcel de la señora Calas, donde sus hijas se habían encerrado con ella.
La humanidad, la generosidad les prodiga ban socorros. Lo que se llama
caridad no les daba ninguno. La caridad, que además es tan a menudo
mezquina e insultante, es el lote de los beatos y los beatos todavía
estaban contra los Calas.
Llegó el día (9 de marzo de 1765) en que triunfó
completa mente la inocencia. Cuando el señor de Bacquencourt hubo dado
conocimiento de todo el sumario e instruido el caso hasta en sus menores
circunstancias, todos los jueces, por unanimi dad, declararon inocente
a la familia inicua y abusivamente juz gada por el parlamento de
Toulouse. Rehabilitaron la memoria del padre. Permitieron que la familia
recurriese ante quien pro cediera para constituirse en parte contra
sus jueces y obtener los gastos, daños y perjuicios que los magistrados
tolosanos debieron ofrecer por sí mismos.
Hubo en París una desbordante alegría: la gente se agolpaba en las
plazas, en los paseos; corría a ver a aquella familia tan desgraciada y
tan bien defendida; se aplaudía al ver pasar a sus jueces y se les
colmaba de bendiciones. Lo que hizo aún más emocionante el espectáculo
fue que aquel día, noveno de marzo, era el mismo en que Calas había
perecido bajo el suplicio más cruel (tres años antes).
Los señores relatores habían hecho justicia completa a la familia
Calas, con lo que se habían limitado a cumplir con su deber. Existe otro
deber, el de la beneficencia, más raramente cumplido por los
tribunales, que parecen creer que han sido hechos para no ser más que
equitativos. Los relatores resolvieron escribir corporativamente a Su
Majestad suplicándole que reparase con sus dones la ruina de aquella
familia. Se escribió la carta. El rey la contestó ordenando entregar
treinta y seis mil libras a la madre y a los hijos; y de aquellas
treinta y seis mil libras se destinaron tres mil a la sirviente virtuosa
que había defendido constantemente la verdad al defender a sus amos.
El rey mereció por esta generosidad, como por tantos otros actos, el
sobrenombre que el amor de la nación le ha dado[RC66] . ¡Ojalá este
ejemplo pueda servir para inspirar a los hombres la tolerancia, sin la
que el fanatismo desolaría la tierra o, por lo menos, la entristecería
para siempre! Sabemos que no se trata aquí más que de una familia y que
la rabia de las sectas ha hecho morir a millares de ellas; pero hoy,
cuando una sombra de paz deja reposar a todas las sociedades cristianas
después de siglos de matanzas, es en este tiempo de tranquilidad cuando
la desgracia de los Calas debe causar una mayor impresión, poco más o
menos como el trueno que estalla en la serenidad de un hermoso día.
Tales casos son raros, pero suceden, y son el efecto de esa sombría
superstición que inclina a las almas débiles a imputar crímenes a todo
el que no piensa como ellas.
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